Antoni
Vicens
Nuestra época se caracteriza por la generalización de la política. Aquello a lo que Lacan llamó el discurso del amo formaliza bien la condición del discurso dominante: el significante, sostenido por un sujeto separado de él, produce una cadena de significantes a la cual se ven reducidos los imposibles otros sujetos, de lo que se desprende un resto. Nuestra cuestión puede ser si estamos viviendo un giro de época, según el cual ese resto ha venido a ocupar el lugar dominante. Jacques-Alain Miller desarrolló este tema en su intervención en Comandatuba. Tiene razón, y la consecuencia del dominio del objeto sobre el significante puede ser la pérdida del sentido de la política. Ello conllevaría una pérdida del sentido del inconsciente; o bien obliga, y en ello estamos, a construir un inconsciente fuera del sentido.
Sea como fuere, vale la pena examinar una vez más las condiciones de la política, tal como resulta creadora de nuestro mundo civil, en sus relaciones con el psicoanálisis. De momento, hemos de convenir con Napoleón que la política hoy es asunto de todos. Tenemos un relato del momento en que Europa descubrió el sentido universal de la política, escrito por uno de sus más eminentes intelectuales: Goethe. En unas notas de su Diario, Goethe relata su encuentro con Napoleón, ocurrido en 1808 (en los tiempos en que en España se libraba la llamada guerra de la Independencia). Después de comentar el Werther, Napoleón pasó a reprochar a Goethe el fatalismo de sus tragedias: ese fatalismo no correspondía a la época, sino a tiempos más oscuros. “A qué viene ahora hablar del destino? El destino es la política.” Esta frase nos resulta familiar, porque Freud la parafraseó dos veces, en sus escritos “Sobre la más generalizada degradación de la vida amorosa” (1912) y en “El sepultamiento del complejo de Edipo” (1924). Que la anatomía sea puesta en el nivel de lo político debería darnos qué pensar. Pero si atendemos al hecho de que el término alemán de Schicksal es el que utiliza Freud para uno de los cuatro componentes de la pulsión, volveremos al tema del inconsciente más o menos cercano a la pulsión.
Así
pues, la política es, a partir del retorno a las formas de la república para
los grandes Estados, un asunto de todos. Es el asunto mismo. Nada en la
existencia humana está fuera de un tratamiento político. Incluso la guerra
descubre que su substancia es política. Es lo que se comprende tras la
afirmación del mismo Goethe, quien, espectador de la batalla de Valmy, en la
que el pueblo armado, el ejército de conscripción, venció al profesionalizado
ejército prusiano. Por eso mismo el gran teórico de la guerra, Klausewitz, pudo
afirmar: “La guerra no es un fenómeno independiente, sino la continuación de la
política por otros medios.” Añadamos que, en nuestro tiempo, Michel Foucault
pudo revertir la afirmación: la política es la continuación de la guerra por
otros medios; con lo que quería significar que el fundamento de todo poder es
siempre la posesión de la fuerza.
Debemos
distinguir, de la política, arte de lo imposible, las dos dimensiones que se
ponen a su servicio: la táctica y la estrategia. Estos dos términos provienen
del vocabulario militar, porque, en efecto, es ahí donde se ha elaborado con la
mayor claridad, y por necesidades de su desarrollo, la distinción entre estos
dos términos. Digamos que la política es el arte de tratar con el Otro en tanto
no existe: nada está previsto ni preparado, nada del Otro indica el camino a
seguir; no hay ni victoria ni derrota, porque el Otro no es adversario. Donde
sí se muestra como tal es en las dos dimensiones en las que se concreta la
acción. Para la táctica, la acción consiste en romper los espejismos de la
relación especular; en la estrategia, se trata del Otro como simbólico. El Otro
en tanto que no existe, el Otro ausente, y por lo tanto abierto a todas las
creaciones, es el de la política.
En
su escrito “La dirección de la cura”, Lacan no duda en referir las reglas de la
práctica psicoanalítica a esta tríada clásica de términos. Tratando de la parte
que tiene el psicoanalista en el desarrollo de la cura, dice así: “El analista
es menos libre en su estrategia que en su táctica.” Y añade: “…es aún menos
libre en aquello que domina estrategia y táctica: a saber su política, en la
cual haría mejor en ubicarse por su falta en ser que por su ser.” (Escritos,
pág. 569 trad. modificada). En este desarrollo, Lacan sitúa la interpretación
como un movimiento táctico, como una respuesta inmediata a un movimiento del
adversario. La estrategia en la cura viene determinada por el terreno y la
disposición del adversario: la transferencia como sujeto-supuesto-saber, real
en la presencia del analista. Por encima de todo ello, está la política del
psicoanálisis, dimensión en la que vienen a coincidir el psicoanálisis como
cura, el discurso del psicoanálisis, la Escuela de psicoanálisis, la causa
psicoanalítica y, si se quiere, el deseo de Freud. Y si ahora nos preguntamos
sobre quién es ese adversario que hemos mencionado varias veces y frente al
cual se disponen las tres dimensiones que estamos estudiando, habremos de
situarlo en el “no-querer-saber” general que domina la posición del sujeto, en
tanto que éste se sitúa en un significante inexistente. El objetivo de la lucha
va entonces más allá de la cura psicoanalítica. Si decimos que todos somos
analizantes, es para significar que ese adversario lo encontramos siempre:
todos somos analizantes de un “no querer saber” fundamental. El propio Lacan
afirma luchar también contra ésto, y en este sentido está en el mismo nivel que
todo sujeto; el privilegio de su saber, del que intentamos extraer provecho,
está en su posición un poco más avanzada.
En
“La dirección de la cura”, Lacan da precisiones sobre la manera de orientar,
según sus elaboraciones en esa época, de estas tres dimensiones del acto
analítico. La interpretación, por su parte, está dominada por la no respuesta a
la demanda. La interpretación es desciframiento, es decir apelación a la
dimensión del Otro, que sigue el procedimiento de introducir en la sincronía algo
que permita, e incluso incite, a la traducción de aquello que ofrece la
diacronía a los términos de la repetición. La transferencia se mide aquí en la
relación con un analista en tanto objeto particular y parcial de la cura. Es
ese analista objetivado quien pone los límites del campo en el que se
desarrolla la dirección de la cura; es ahí donde se muestra la importancia de
la formación del analista, como primera medida estratégica para garantizar su
desarrollo. En cuanto a la política, ésta viene dominada por el ser del
analista, definido como “falta en ser del sujeto”; es aquello que constituye
“el corazón mismo de la experiencia psicoanalítica (…) por tanto como es el
campo mismo donde se despliega la pasión del neurótico”. De hecho, el analista
es esa falta en ser, incrustada en la situación analítica. Y en el último
capítulo de ese escrito, que contiene elaboraciones posteriores, Lacan traduce
ese “ser del analista”, ese ser que falta a un término que utilizamos más
frecuentemente que el de “falta en ser”: es el de deseo del analista, que hace
aquí su aparición, (pág. 615). A su definición dedicará Lacan una parte
importante de sus elaboraciones a partir del objeto a. Digamos aquí de momento
que, frente a la pasión de ser del neurótico, en la que, gracias a un objeto,
encontraría la conexión entre la pulsión y el fantasma, el psicoanalista hace
presente la falta del fantasma. A primera vista, pues, parecería que el deseo
del analista es un deseo sin fantasma; pero el propio Lacan advierte que el
deseo del analista no es un deseo puro; está causado por un fantasma también, y
da los ejemplos de Ferenczi, Abraham y Nunberg, que ejercieron el psicoanálisis
sostenidos cada uno de ellos por su fantasma (J. Lacan, Seminario XI, Los
cuatro conceptos, lección 12). Pero hemos avanzado en la formación del analista:
y entendemos que para ser analista hay que haber tomado una distancia respecto
del fantasma. Es lo que fue teorizado en un tiempo como la travesía del
fantasma (que algunos traducen como atravesamiento de la pantalla imaginaria).
Quizá no estamos ya ahí, y los testimonios de los AE nos presentan, más que un
atravesamiento, la fórmula de su política particular. Entendemos entonces que,
en un primer tiempo, la fórmula del atravesamiento del fantasma implicaba una
cierta unificación de la política del psicoanálisis entre la dirección de la
cura, la posición del psicoanalista y el trabajo de Escuela. El término de
política aplicado al síntoma (o al sinthome) implica una dispersión, unificada
solamente por la soledad. De uno en uno, la experiencia del psicoanálisis lleva
a esa conclusión común: cada ser-hablante-escrito está solo con su goce, el
único partenaire del que puede dar razón. La política de la Escuela se basa
entonces en la imposible coexistencia de esas políticas singulares.
En
todos los casos nos remitimos a Freud. Al final de “La dirección de la cura”,
Lacan nos remite a Freud en unos términos inolvidables, caracterizando su deseo
como “un río de fuego”, para plantear a partir de ahí la posibilidad de una
forma universal del deseo del analista. Ahora nos sigue interesando el deseo de
Freud, pero en tanto singular, ligado a una forma de goce que no sabemos
condensar en ninguna fórmula. Esa ausencia de formulación guía la política de
la Escuela: en su centro hay un agujero de saber, al que cuidamos como nuestra
riqueza.