Los lazos inconscientes entre la corrupción y el sentimiento de culpa son bastante paradojales. Son fuente de toda clase de hipocresías. Y su secreto puede devenir un misterio para cada uno. resume muy bien la pequeña historia contada por el humorista norteamericano Emo Philips: “Cuando era pequeño rezaba todas las noches para obtener una bicicleta nueva. Luego me di cuenta de que Dios no funciona así. Entonces robé una bicicleta y recé por su perdón”.Es dentro de esta paradoja que el sujeto de nuestra época experimenta su lazo entre el goce y la culpa. El cinismo del argumento no excluye la miserable verdad que oculta esta operación:es preferible creer en la absolución de la culpa, en la impunidad del goce inmediato, que en el deseo, que haría merecer, por sí mismo, el objeto de goce. El psicoanálisis descubre esta ecuación en las sutilezas del sentimiento de culpa: no hay sino la sino la certeza y la constancia de un deseo para hacerme responsable de un goce que no obtendría jamás impunemente.
Es ésta sin duda una de las razones que hace que en los rankings internacionales, los países más influenciados por la tradición luterana sean los que sufren menos la corrupción. Esa tradición evidencia enorme desconfianza hacia la confesión de los pecados que permite la absolución y la impunidad del goce. Es también una tradición que ha criticado radicalmente la práctica del tráfico de indulgencias – la compra del perdón - , principio de toda corrupción. Al argumento utilitarista del humorista norteamericano, el sentimiento de culpabilidad le responde así: no hay goce impune. Tu deseo de bicicleta tiene un precio que no puedes negociar.
Si se agrega a este argumento la creencia en la reciprocidad del goce - si el otro lo hace, yo puedo hacerlo también -, la lógica del virus de la corrupción está asegurada, aún en el mejor de los mundos posibles.
No es entonces sorprendente que todos los historiadores que se han interesado en el fenómeno de la corrupción la conciben como un hecho ineliminable e inherente al ser humano, en todas las sociedades y culturas, a veces como un mal menor, a veces como el principio mismo de su funcionamiento. La corrupción sería así “un fenómeno inextirpable porque respeta de modo riguroso la ley de reciprocidad”, escribe Carlo Brioschi en su Breve historia de la corrupción[1]. Según esta ley ningún favor es desinteresado, siempre justificado gozar de una prebenda. Asimismo, esta ley de reciprocidad autoriza a cada uno a gozar sin sentimiento de culpabilidad de lo que el otro goza.
A partir de aquí, todo aparece como una cuestión de grado: el goce supuesto al otro, ¿es un poco más o un poco menos importante que el mío? ¿Es el intercambio recíproco de prebendas más o menos grande? Igual para las concesiones otorgadas para obtener el objeto de goce, esa bicicleta que cada uno elige como un derecho que le es propio. La creencia en el Otro que puede perdonar y en el Otro que contabiliza el goce está en el principio de la mercantilización de una buena parte de los lazos sociales. En realidad, es una creencia tan religiosa como cualquier otra.
En nombre de esta creencia se puede admitir toda corrupción como relativa a la época y a la realidad en la cual se vive. Así, ¿quién osaría sostener hoy como políticamente correcta esta frase del gran Winston Churchill: “Un mínimo de corrupción sirve de lubricante que beneficia el funcionamiento de la máquina de la democracia “?Essólo por una cuestión de grado que difiere de las afirmaciones de hace algunas semanas de Luis Roldán, ejemplo paradigmático dela corrupción de la sociedad española actual, en una entrevista de prensa: “La corrupción fue y es estructural”.
No se trata, dirán ustedes, más que de un problema de lenguaje, de la significación que se da a las palabras para sentirse un poco más cómodo frente a la justificación intelectual del fenómeno irreductible de la corrupción. Pero entonces, esta afirmación de Jacques Lacan será aún más certera: “el más corruptor de los conforts es el confort intelectual, así como la peor corrupción es la del mejor”2. Lo que también quiere decir que la primera corrupción es la del lenguaje, cuando se comienza a ceder sobre la significación de las palabras, la que modula y determina la significación de nuestros deseos.
Porque, veamos, ¿por qué querrían ustedes entonces poseer esta bicicleta?
*A aparecer próximamente en un artículo “Culpabilidad y goce" del suplemento Cultura/s del diario La Vanguardia de Barcelona.
[1] Brioschi C. A., Breve storia de la corruzione: dall´etá antica ai nostri giorni, Milano, Tea, 2004. Lacan J., Écrits, Seuil, Paris, 1966, p.403