Guillermo Bustamante Zamudio
NEL-Bogotá
Pensar no está de moda
Ya en 1958 a Hannah Arendt —La condición humana— le parecía que la falta de meditación era una característica sobresaliente de la época. Y como pensar requiere un tiempo propio, el tiempo entonces también está afectado. Nos mintieron que el flujo veloz de la información se correspondía con una ligereza del pensamiento, con una falta de tiempo para hacer juicios. Las cosas se aceleran, efectivamente, pero por la prisa de quienes creen que la información es equivalente al conocimiento. En 1872 la dedicatoria que Nietzsche hace de su libro Sobre el porvenir de nuestras escuelas, parece hecha a la medida de hoy: «A lectores tranquilos, a hombres que todavía no se dejan arrastrar por la prisa vertiginosa de nuestra rimbombante época, y que todavía no experimenten un placer idólatra al verse machacados por sus ruedas».
Pero, en realidad, nada de lo que ocurre ha modificado la temporalidad propia de la construcción de criterios. Si bien la información aumenta y fluye más rápido, la capacidad de procesarla sigue siendo la misma que la de los primeros homo sapiens sapiens: «Si tomáramos a un hombre que vivió 20 mil años atrás y lo colocáramos desde su nacimiento en la sociedad actual, aprendería lo mismo que todos los demás, y sería un genio o un idiota, o lo que sea, pero no diferiría en lo esencial», dice Noam Chomsky. De manera que esa historieta de que nos toca correr, en realidad está degradando el conocimiento y transformando las relaciones entre nosotros.
Frente a este panorama, se asumen diversas posiciones que podemos relacionar con dos: la posición demandante y la posición deseante. Es usual quejarse, denunciar, demandar… posición —necesaria, hasta cierto punto— que, no obstante, es paradójica: para quien se queja, el modelo a seguir es aquello de lo que se queja (¡está identificado con él!). Así, la queja es una pragmática que sólo necesita al otro para lamentarse. En el fondo, quien se queja, declara no desear. No es de extrañar, entonces, que haga las mismas cosas que su enemigo, si tiene la oportunidad de reemplazarlo en el mando.
Por contraste con la queja, la posición deseante incluye al otro: aquel en relación con el cual se tendría que interactuar —y no necesariamente en los mejores términos— para que se produzca algo del orden de lo posible. Es, entonces, una política, no una pragmática.
El dispositivo educativo, más allá de la anécdota de la época, está edificado en relación con el saber. A esa escala, no interesa precisar de qué tipo de relación se trata, o si ese saber es justo o no, si está o no “actualizado”... independientemente de esas variables —que suelen dar lugar a la queja—, gira alrededor del saber. Por eso, pese a que cada vez más se tiende a enseñar menos, las asignaturas —al menos hasta ahora— continúan llamándose ‘matemáticas’, ‘ciencias sociales’, ‘historia’, ‘física’, ‘química’, ‘filosofía’, etc., nombres de disciplinas que producen saber. Digo que “se tiende a enseñar menos” porque ahora circulan en la escuela discursos que suscitan nuevas actividades (por ejemplo: “proyectos transversales”) y convocan nuevas expresiones (por ejemplo: ‘inclusión’, ‘amor’, ‘diversión’, ‘autoestima’, ‘sexualidad responsable’, ‘respeto por la naturaleza’, ‘tolerancia’, etc.). Esto pone contentos a muchos: de un lado, porque la distribución de tal tipo de actividades no es homogénea, pues se presenta principalmente en la escuela pública de bajos recursos; y, de otro lado, porque cierto discurso actual se encuentra allí a sus anchas: a la luz —o a la sombra— de las tales “competencias” se va haciendo cierto el viejo aserto maniqueísta según el cual de la escuela unos salen a gobernar y otros a ser gobernados; las competencias —ojalá “ciudadanas”— para los que tienen poco capital simbólico y cultural, y los conocimientos para los que sí valoran esos capitales. Con todo, la escuela todavía está organizada —al menos formalmente— en relación con el saber. Y para eso hay maestros; y por eso, si quieren trabajar ahí, se les pide acreditar algún saber. Los lugares no referidos propiamente a disciplinas teóricas se los remite a ellas —a nombre de una intención “holística”, “integradora”, incluso “democrática”—, mediante palabras tales como inter-disciplinariedad, multi-disciplinariedad, trans-disciplinariedad, etcétera… aunque ya se respira una atmósfera de desdén por el saber que empieza a pasar a los “nombres” de los Proyectos Educativos, a los “contenidos” de lo que todavía tiene nombre de disciplina, y a los nombres mismos, cuando se tiene incidencia sobre la reestructuración de los planes de estudio.
Las cuatro caras del maestro
En este contexto, intento aplicar la teoría de los cuatro discursos de Jacques Lacan (Seminario 17) para caracterizar la función del maestro. En principio, resulta que su relación con el saber es múltiple: puede tener 4 caras (cuadrifronte), pero igualmente puede perderlas. En este sentido, su función sería de una complejidad enorme (más allá de los perfiles que se le suelen asignar), pues está solicitado desde lógicas hasta cierto punto excluyentes. Si esto no se teoriza, se puede pensar que se está ante algo a eliminar y no ante una especificidad. Tal caracterización puede abrir innumerables preguntas sobre el proceso de formación de los docentes; por ejemplo: ¿los pone frente a esa contradicción o les muestra un camino de peldaños que conduciría a una cúspide?
Las cuatro caras del maestro las denominaré así: funcionario, profesor, enseñante y docto.
Primera cara: el funcionario
Que los objetivos educativos se relacionan con el saber, es algo visible en los currículos y en los planes de estudio. Pero las personas no confluyen a la escuela por un contrato cognitivo, sino por una consigna: “ya tienes la edad”, “el Estado lo ordena”, “debes ser un hombre de bien”, etc. Se trata de enunciados proferidos desde un lugar de mando. Y cuando se llega a la escuela, ella hace todo tipo de requisiciones a todos los que intervienen en su seno: “hay que hacer esto”, “hay que hacer lo otro”; y, para que el asunto funcione, para que haya interlocutores de tales pedidos, es requisito declarar existente la escuela, declarar, día tras día, que las actividades comienzan. La declaración se hace desde un lugar de mando; y los auditores lo invisten también de lo necesario para estar ahí. Y no necesariamente se declara con “intención comunicativa”, pues a veces se quiere otra cosa… La continuidad de la institución hace que cuando las palabras son proferidas desde este lugar, cobren el estatuto de consigna, incluso de estereotipo. El maestro pone orden, regula el tiempo, alza la voz, llama la atención, cuida al uno y vigila al otro. Hace ser, mediante el hacer-hacer a otros. Por supuesto, en la escuela hay otros espacios, otros discursos, pero la constitución del dispositivo escolar y su mantenimiento, están ligados al discurso que manda: horarios, tareas, límites, responsabilidades, uniformes, condiciones a que se someten las relaciones… En la escuela, todos saben que, independientemente de lo que se diga, la cantaleta es propia de ciertos roles, lugares y momentos. No se trata de la persona, sino del lugar, de la consigna (tanto así que cuando el colega asume un cargo, puede vérselo transformado en aquello de lo que se quejaba). Se espera del estudiante que sepa obedecer, que sepa “qué hay que hacer”. ¿No es esa la pregunta típica del estudiante en clase… del profesor en reunión… del directivo docente ante las autoridades educativas… de éstas ante el Banco Mundial?
Lo relativo al discurso regulativo del maestro —en la educación opera todo el tiempo un discurso de mando— constituye su cara de funcionario, la que tiene que ver con lo que en ciertos momentos llamamos ‘disciplina’ (discipulina era el instrumento para castigar físicamente a los discípulos). Así, la educación ha de ser entendida como una articulación, como una tensión permanente, entre un propósito instruccional (saber) y unos procedimientos regulativos (disciplina). Al estudiante se le dice: “Tienes que operar de esta manera”, y eso aplica para el aprendizaje, para el trato con el otro, para la relación con la autoridad, para el juego, para la custodia de los bienes de la escuela, para el cuidado de sí, etc. Si se pregunta “¿por qué?”, en últimas hay una sola respuesta, por mediada que esté: “porque yo [el lugar de mando] lo digo”.
Ahora bien, si hay que gobernar es porque, de entrada, hay algo que no se domina a sí mismo: ¿habría que llamar la atención donde nadie molesta?, ¿poner tareas allí donde la gente quiere hacer las cosas? Si hay que obligar a los estudiantes a ir a la escuela, es porque no quieren; si hay que disciplinarlos es porque quieren estar disipados. Pero, si bien las consignas intentan hacer que el otro haga algo, esa operación siempre deja un resto. Según Lacan, todo discurso provoca restos no reciclables. Así mismo, al tiempo que se producen bienes de consumo, también se produce alcoholismo, drogadicción, indigencia, basura… La escuela produce estudio, pero también produce pereza, resistencia, indisciplina, agresiones. Es notable que uno de los objetivos de los estudiantes sea cómo aparentar obediencia y, no obstante, salirse con la suya. Los estudiantes a quienes se administra Ritalina™ a la entrada de la escuela, a causa del diagnóstico de hiperactividad, desfilan triunfantes frente a los “nerds”.
Para Freud, la educación es una forma de intentar la moderación de las pulsiones, hacerlas pasar por la palabra, por el proyecto colectivo, por el proyecto personal de la superación, de la conquista de las herramientas para abrirse paso en lo social, en el campo del otro social. La educación hace civil (civiliza) al sujeto, como dice Hebe Tizio, lo regula —de una forma específica— para que circule socialmente. Las tareas escolares pueden ser formadoras en sentido cognitivo, pero es primordial ordenar hacerlas, y es necesario que esa orden signifique algo para aquel que va a hacer el trabajo. Y es imperioso detener ciertas acciones del aprendiz. La realización de la pulsión muchas veces no da lugar a esperas, de manera que no se trata de mediar con saber (o con ‘afecto’), con una argumentación que quizá llegue tarde ante la perentoriedad del acto. Ante la mano provista de un alambre, camino al toma-corriente, es cardinal dar un grito: “¡no!”, pues la electrocución llega primero que la interlocución. Así, el maestro es uno más —muchos en la sociedad lo son, de alguna manera— de quienes intentan regular la pulsión.
A escala del sujeto, tenemos la singularidad, no ser igual a ningún otro. Así, el conjunto de estudiantes que se le presenta a un profesor es una heterogeneidad múltiple. El dispositivo tomará este input y lo procesará, de acuerdo con su propia naturaleza: la educación tenderá a aplicar un operador que podríamos llamar poder de clasificación. Precondición para ello es asumir que esos objetos pueden compararse. En tanto decisión convencional, no interesa —dice Jean-Claude Milner— si los objetos realmente equivalen, sino quién decide tratarlos así y con qué fines. El output que la escuela espera arrojar un ser medido, marcado, evaluado, normalizado, como dice Jacques-Alain Miller. El dispositivo toma heterogeneidad e intenta convertirla en homogeneidad, mediante el operador del poder de clasificación.
De tal manera, se presupone que la operación no produce restos… por ello, la escuela se erige en nombre de la eficacia. Se obra bajo la premisa de la existencia de un problema que ha de ser solucionado, mediante la sustitución de la parte “mala” por otra buena: no quedaría resto y el conjunto se preservaría. Para el discurso regulativo en la escuela, no es posible hacer que las cosas funcionen desde lo singular y lo inestable, en un mundo donde nada equivale a otra cosa. Por eso rechaza las soluciones locales y busca equivalencias (mediante la evaluación, por ejemplo, y con ayuda de disciplinas como la psicología del desarrollo), por eso busca universales.
Pero si bien una “lógica” del Todo (controlarlo todo, que todo funcione bien, anticipar toda posible eventualidad, etc.) es inaplicable, no se trata simplemente de un asunto de exceso de autoritarismo. La cara de funcionario es un asunto estructural: no puede no haber una dimensión regulativa en la escuela. Pero mientras la policía y la justicia regulan de manera directa (y anticipan las reacciones proveyéndose de armas y de cárceles), la escuela regula de forma indirecta: es una regulación específica camino al saber. La razón de ser del discurso de funcionario es ajustar un espacio en el que la instrucción sea posible (“La letra con sangre entra”); ya veremos que, para algunos, es no obstante el único horizonte… pero eso configura otro dispositivo. En este sentido, del castigo físico a las sanciones sutiles de la actualidad hay un cambio superficial, pues idéntica condición impuso cada cosa, según la época.
Luce razonable, entonces, ofrecer “lúdicas”, con el fin de compensar el malestar producido, en tanto —en el fondo— sabemos que lo que allí ocurre ni es una fiesta, ni se admite fácilmente (por eso hay que insistir: "es por tu propio bien"). Se trata, en consecuencia, de la defensa del dispositivo, no de una merced asistida por la buena voluntad.
Pero hoy en día la regulación está en crisis. Una salida es convertir el estatuto estudiantil (da lo mismo si se llama “Manual de convivencia”) en un código de policía: allí se ve lo que la institución está dispuesta a obligar a hacer, y lo que calcula que los estudiantes pueden emprender en su contra (los restos). La otra salida es suponer que los participantes son iguales y esgrimir ya no la ley, sino el contrato: firmar el manual de convivencia, comprometerse por escrito a mejorar la disciplina o el desempeño, etc. El problema es que a partir de la ley es posible hacerse un espacio, mientras que a partir del contrato no, pues en él todo está acordado y lo que no se prohíbe explícitamente, no está permitido. Como se ve, la cara de funcionario es estructural (lo que no excluye que en algunos casos haya excesos), pero puede tender a desvanecerse de la mano de un discurso anti-autoritario. Si efectivamente es estructural, tal desvanecimiento tendrá efectos sobre la estructura del dispositivo. Pues bien, es lo que creemos que está pasando.
Segunda cara: el profesor
La palabra ‘profesor’ viene de ‘declarar’. Se es profesor cuando se es agente de un saber expuesto; y, entonces, el lugar de mando pasa al saber. Para eso, se tiene que tener algo que decir, se tiene que profesar algo, exponer una elaboración, no una mera opinión. Profesor es el que encarna una perspectiva en relación con un saber, el que tiene algo que decir y que, entonces, lo profesa. En este sentido, nada tiene de “facilitador” (como se dice hoy). Da cuenta de un trabajo previo que ha hecho; no de la famosa “preparación” horas antes de la clase, sino de la inmersión en un campo de saber.
Cuando asume esta postura, el maestro representa (bien o mal) una disciplina; es decir, representa —parcialmente— la cultura que la escuela busca producir en el otro: ¡la tradición!... el profesor es, por definición, un tradicionalista (esto bastaría para calcular el efecto que está produciendo la lucha contra el “tradicionalismo”). Y esa cultura, esa tradición, no está en el alumno: por mucho que ahondemos en sus “preconceptos”, por mucho que indaguemos por sus necesidades… no hallaremos el teorema de Pitágoras, el Quijote o la relación entre la síntesis proteica y el retículo endoplasmático. Podemos afirmar que la selección curricular es arbitraria, occidental, eurocéntrica (ejemplo: en clase de filosofía “universal” en realidad se ven prácticamente autores de Grecia, Alemania, Inglaterra y Francia). En cualquier caso, digo que se trata de una selección en relación con el saber; que es el saber lo que está en juego (no que esa selección esté bien hecha o que sea justa). Así, el profesor representa un saber delante de esas personas que le han sido encomendadas. Y ese hecho de representar el saber, de exponer un saber ante el otro, puede hacer que el otro le suponga un saber al maestro (y, entonces, quedaría en realidad constituido el saber en el lugar de mando), que quiera volver a escucharlo porque piensa que tiene alguna otra cosa que decir: “con qué nos irá a salir”, “cómo irá a interpretar estas nuevas cosas”… Hay una expectativa, una suposición de saber. Si hay saber expuesto, podemos esperar la correspondencia de un saber supuesto.
Cuando alguien profesa algo, la manera más evidente de ver la tontería de la época —además de la de contestar el celular en medio de la charla o de la clase, que ya ni siquiera presupone la aceptación del contrato de comunicación, pues el sujeto está allí sólo mientras le timbra el teléfono— es que cualquiera puede decir que “opina” distinto. Aquí recordamos lo que planteaba Nietzsche cuando hablaba del porvenir de las escuelas: «¡Hay que tener pensamientos, y no sólo puntos de vista!». Suponemos que el maestro ha empleado un tiempo para elaborar algo, pero el que “opina” supuestamente se lo objeta sin haber hecho ningún esfuerzo, sin haber leído, solamente mediante la exigencia del derecho a hablar, a exponer su “punto de vista”.
El derecho —algo de lo regulativo, no de lo instruccional— pugna por el comando, cuando en esta circunstancia del saber expuesto tenemos el comando del saber. Pero, en ese nivel, la relación entre el maestro y el aprendiz nada tiene de igualitaria o de democrática; es una relación heterogénea, que no tiene que ver con la igualdad o los derechos. Al decir que el profesor representa la cultura en relación con un saber, no hablamos de “derechos” sino de trabajo. Parafraseando a Diego Gil: para ser profesor no hay que esforzarse, hay que haberse esforzado. La segunda cara, entonces, tiene que ver con exposición/suposición, en la medida en que se ocupa un lugar en relación con el saber. Por todo esto, se espera que los planes de estudio los hagan los profesores; cuando allí intervienen los alumnos, podemos inferir que este rostro del maestro se está socavando. Y la tensión es esperable, pues se trata —hasta el momento— de dos funciones totalmente distintas, pero encarnadas en la misma persona y puestas en acción al mismo tiempo.
Ahora bien, se espera que el saber expuesto del profesor ponga a trabajar la dimensión pulsional de sus estudiantes. Es a partir de sus “energías” enfocadas en el estudio (casi que se trata de una frase de maestro) que se va a producir un sujeto: hombre de bien, astrónomo, especialista en… ¡propiedades que él no tenía antes! Este discurso en el que comanda el saber es el encargado de producir al sujeto que antes no tenía ciertos atributos de saber (de pronto tenía —según el maestro— carencias y vicios). Ahora bien, se produce ese sujeto en tanto resto: ahora, él no va a poder decir “yo pienso que…”, sino que tendrá que decir: “según tales y tales investigaciones, se puede decir que…”. Durante todo el paso por el dispositivo escolar, la persona no es más que aquello que está “en formación”, lo que se va a producir después; mientras tanto: sacrificio.
Por eso, a la hora de caracterizar la escuela, maestros y alumnos recurrimos con mucha frecuencia a expresiones que hablan del aprendiz como un objeto: ‘formar’, ‘transformar’, ‘educar’, ‘sacar’, ‘perfil’. Con independencia de la intensidad de la ternura de nuestra teoría pedagógica, hay algo del dispositivo que nos mueve a esa perspectiva “en tercera persona”, como dice Louis Not (Las pedagogías del conocimiento), en la que el alumno es un objeto para ser transformado, una referencia de las palabras (no un interlocutor): “es por el bien de ellos”. Esto no lo remedian los intentos de introducir nuevas expresiones en las que supuestamente aparece una dimensión dialogante —en palabras de Not— de la acción escolar: expresiones como ‘guiar’, ‘orientar’, ‘facilitar’, ‘dar la palabra’… permiten iluminar apenas una porción muy limitada de dicha acción, pues hay algo que supuestamente debe ser enseñado, más allá de lo que quieran los aprendices, más allá de sus intereses; no en vano, el Ministerio de Educación dice que un “estándar educativo” expresa lo que debe hacerse y lo bien que debe hacerse.
Pero quedar considerado exclusivamente (como si no hubiera otras dimensiones) como una fuente de energía para producir un egresado es algo que no se soporta bien; por eso, de un lado, se brinda un rato de esparcimiento después de la clase: porque en ella no se experimenta esa misma sensación. ¿Acaso los estudiantes descansan del juego poniéndose a estudiar? Dice Estanislao Zuleta que, desde la primaria, los escolarizados aprenden rápidamente algo que nadie se propone enseñarles: que la clase es aburridora y el recreo es chévere. Los maestros —más por oficio que por convicción— insistimos todo el tiempo en la cantinela de que el conocimiento es una fiesta, pero no hemos logrado que, a la hora en que finaliza la clase y comienza el descanso, se oiga un lamento; ni que, a la hora en que finaliza el descanso y comienza la clase, se oigan expresiones de júbilo. Y, de otro lado, por eso la escuela incorpora un “bienestar estudiantil”... ¿acaso los espacios que no pertenecen a esa sección de la institución dispensan “malestar estudiantil”?
Con todo, se trata aquí de darle un lugar a esta perspectiva de la enseñanza, no de argumentar a favor de la idea de democratizar la escuela por la vía de no erigir esta dimensión del saber, tal como parece estar ocurriendo hoy: ya el maestro puede ser quien lee de una presentación en Power Point, quien pregunta a los estudiantes qué quieren aprender, quien los manda a “consultar”, aquel que los pone a opinar (conversatorio, lluvia de ideas) y que, a lo sumo, hace al final una tabla de co-existencia de opiniones. Ya es posible tener maestros que no saben, maestros que denigran del saber, que se defienden de la “acusación” de intelectuales (son los que entienden la expresión “academicista” como injuria), que se sienten representados en la expresión “facilitadores”… Con todo, no se entiende por qué les siguen pagando, si creen ser menos que un profesor, si se acomodan al nivel de un tutor, lejos de la Academia.
Tercera cara: el enseñante
La tercera cara del maestro aparece cuando asume el hecho de que no habla ante sus pares: no es un químico hablando ante químicos, ni un sociólogo hablando ante otros sociólogos; aunque, en el fondo, espere que los estudiantes lleguen a ser sus pares, el problema —el asunto educativo mismo— es que todavía no lo son. Si les hablara solamente en tanto par, en el mejor de los casos sería sólo un profesor, pero algo faltaría todavía para ser un maestro. Podríamos decir que un conferencista es un maestro que se quedó en la dimensión de profesor. Pero mientras al conferencista no le encomiendan los oyentes (ellos verán lo que hacen), el maestro habla ante alumnos que le han sido encomendados: ¡debe responder en alguna medida por ellos!
La cara de enseñante ya no tiene que ver directamente con el saber expuesto. Aquí se trata de lo que el maestro encarna —y moviliza— en relación con el deseo. Pero, a diferencia de la cara anterior, esto no es algo que se diga en el programa, no es algo que el maestro exponga; es algo que se encarna si se tiene. Los estudiantes perciben rápidamente su postura: si está ahí por ganarse el dinero o si el asunto lo compromete; por eso comentan: “al profesor W se le puede hacer copia”, “con el profesor X hay que opinar cualquier cosa”, “al profesor Y hay que estudiarle”, “con el profesor Z se pueden bajar las cosas de internet”, etc. Ese es el efecto pragmático. Pero, en esta cara de enseñante, el maestro encarna delante de los estudiantes una relación de deseo con el saber, cosa que no se garantiza simplemente profesando (aunque no esté excluida para ese caso); y esto ocurre si asume con el saber una postura deseante, una postura investigativa… pero no porque la autoridad le diga que tiene que investigar, o porque su contrato diga que es un profesor-investigador… Es porque no puede aguantarse las ganas de hacerlo (independientemente del tipo de investigación de que se trate). Y encarnar la postura de deseo frente al saber implica no poder ocultar la falta delante del otro, así se quiera. Cuando alguien habla de la enseñanza que le dejó un maestro, no se refiere a temas, a información, a datos… sino a lo que el maestro encarnó para él (y que pudo no haberlo encarnado para los otros condiscípulos).
En la novela Tiempos difíciles de Charles Dickens —dedicada prácticamente al tema de la educación— el narrador dice: Si hubiese aprendido algunas cosas menos, habría estado en situación de enseñar muchas cosas más, de una manera infinitamente mejor. Parece contradictorio que saber un poco menos capacite para enseñar un poco más… pero no: Dickens está hablando del enseñante, no del profesor; está hablando del deseo: si se personifica el todo-saber delante del otro (si se asume solamente la primera cara), se es capaz de comunicar información; y eso entre pares no tendría problema, pero delante de los estudiantes es altamente probable que no se transfieran las ganas, pues el otro puede quedar aplastado, inmovilizado, por la totalidad que, quien expone, representa en relación con el saber.
Pero si encarna la relación con el saber mediante la falta —no mediante la declaración explícita de ignorancia—, y la encarna porque tiene la postura investigativa, entonces lo que aparece para el otro es la muestra de que hay un camino posible para el deseo, en relación con ese saber (tiene ante sí un caso concreto). En cambio, otros dispositivos —el club deportivo, por ejemplo— lo hacen en relación con otros objetos.
Desde esta perspectiva, no es tan descabellada la presencia de tantas asignaturas en la educación básica y media. ¿Para qué ver matemáticas, ciencias naturales y sociales, literatura, idiomas, filosofía…? Se oye decir que la escuela está de espaldas a la realidad porque dizque en la vida no vamos a necesitar todas esas cosas. Así, se presenta la queja de que si tenemos inclinación por la literatura, ¿para qué ver álgebra, biología, química, física?; y que si vamos a ser ingenieros, ¿de qué sirven la historia, la literatura, la filosofía? Es que esas asignaturas no están ahí meramente para que el estudiante las aprenda y las use después (como se argumenta, de forma lánguida)… sino fundamentalmente para que, siendo parte del “cuento de la cultura” que les estamos contando entre todos, haya maestros que representen una posición de deseo frente a cada una de ellas y, entonces, el alumno muerda algún anzuelo. Por supuesto, se necesita que el maestro sepa, y que desee saber aquello que profesa. Desde esta cara, los interlocutores (a los que hay que enseñar) no son pares en relación con el saber, aunque el motor del trabajo sea la idea de que puedan llegar a serlo.
La época actual no es distinta porque antes a los estudiantes no se les ocurría pegarle al profesor o intimidar sexualmente a la profesora. No: a los estudiantes siempre se les ha ocurrido ese tipo de cosas… incluso otras peores. La diferencia está en que antes interponían algo y no pasaban al acto. No es que hubiera una norma explícita que lo prohibiera y que por eso no lo hacían. Podía estar la norma, pero el caso era que el estudiante decidía no pasar al acto. Él mismo se detenía. El efecto de la relación del profesor con el saber producía en el otro una transferencia, no de información, sino de relación con el saber (se transfería el trabajo en relación con el saber) y, entonces, se erigían unos diques. De manera que se podían pensar cosas como: “No me gusta esa asignatura, pero el profesor sabe su materia y yo le estudio”, “No me voy a dedicar a eso, pero es una lógica muy interesante la que propone”, etc. Se trata de efectos de la relación, porque había una mediación: el saber.
Sócrates es un buen ejemplo de enseñante. Aunque no quiere mostrarse así, él actúa como agente del discurso; sin su manera de estar ahí, de preguntar, de poner a trabajar al otro, no tendríamos mayéutica… tendríamos, de pronto, un discurso sofista. Es agente, pero él no es quien trabaja: quien trabaja es su interlocutor, que tiene la posición de un amo frente a lo poquito que sabe o a lo mucho que pretende saber: lo sabe con certeza. Sócrates, en cambio, dice “sólo sé que nada sé”, pero no al estilo de una falsa modestia. Entonces, interroga para que se produzca un vacío… el saber propiamente va a estar en posición de resto: tras horas de discusión sobre la belleza, nuestro filósofo concluye, dirigiéndose a Hipias Mayor: “las cosas bellas son difíciles”. Todo lo que se ha producido, va a dar al cesto de la basura. Lo único que parece importarle a Sócrates es haber puesto a trabajar al otro hasta que dude de lo que cree saber. Interrogar, no aprovecharse del error del otro, documentar las creencias más simples (no es que el otro sea tonto, pues otros, incluso de renombre, han pensado como él), esperar el momento justo para introducir un elemento nuevo… esa invención de Platón es una de las caras del maestro: la de enseñante. Y esta cara lo hace un complicador, un dificultador…, no un “facilitador”.
Ahora bien, de un lado, Sócrates no ejerce su acto por hacer un favor: algo de su goce está comprometido en esa elección (que eso tenga efectos sociales es un “valor agregado”). Y, de otro lado, los diálogos siempre se dan en relación con algún tema; tienen esa mediación. “Pedagogizar” en ausencia de saber —que es tal vez una tendencia actual— es “ensillar antes de coger las bestias”. Hoy, en cambio, está desapareciendo la mediación y, en su lugar, aparece una supuesta “igualdad”. Por eso, cuando las cosas no funcionan, hay que esgrimir el contrato. O sea, como no hay ley (la ley es justamente lo que causa el deseo), como no funciona un sistema de regulación del sujeto, de auto-regulación, entonces ahora lo que hay es contrato. Sócrates, en realidad, sí sabe: en La república, por ejemplo, lo vemos mucho más “propositivo” y, en comparación, hay mucha menos intervención de su interlocutor. Pero él siempre quiere hacer aparecer su falta, aunque siempre es convocado desde su saber. Queda implicado que, si la labor terminara en la interacción entre Sócrates y su interlocutor, de un lado los temas nunca traspondrían ese umbral de la opinión infundada; y, de otro, lado la persona quedaría “afectada” por la mayéutica —se le produciría una falta—, pero nada vendría a servir para trabajar en ese nuevo estado. ¡Hay que irse a estudiar para que la próxima vez que uno se encuentre con él, no lo tome tan desprevenido!
Cuarta cara: el docto
Ser maestro no es obligatoriamente espetar el saber que se tiene, hacerlo explícito delante del otro, entre otras con el fin de someterlo. La idea de “preparar clase” está unida a la idea de responder en un contexto, pero no necesariamente se trata de una relación con la cultura en general. La otra cara del maestro es la que tiene lugar cuando hace trabajar un saber en reserva (lo contrario del saber expuesto del que hablábamos antes): el deseo de saber es una ignorancia docta… no una ignorancia crasa. Pero una cosa es cuando la falta comanda, y otra cuando el sujeto es capaz de reservarse el saber —siempre parcialmente, por supuesto— y opera ahí para producir la falta en el otro.
Algo del ser de maestro tiene que ver con la expectativa de la que nos hizo caer en cuenta Freud: el maestro no lo dice todo, siempre guarda algo, parece esperar la oportunidad para que un saber tenga efecto, gracias a una coyuntura específica, gracias a un interés singular, a un momento oportuno. Ese maestro al que se va a escuchar porque se piensa que puede tener algo novedoso para decir, incluso para inventar, es un maestro cuyo saber está —al menos parcialmente— en reserva. La invención es el trabajo de ese saber en reserva (pero los maestros pueden renunciar a esta postura, en atención a “dar” los contenidos programados). Es alguien a quien se quiere recurrir para encontrar claves acerca de una pregunta que inquieta. Aquel que hace pertinente el saber, a condición de saber cuándo habría que exponerlo, en qué medida habría que explicitarlo. Esta sabiduría atribuida al maestro tiene que ver más con lo que se le imputa que con lo que ha dicho (pero no se la gana por estar en silencio o por leer de unas diapositivas). Si se limitara a lo dicho, no habría que volver sobre él. Si se tratara de lo dicho, no habría la dimensión de la enunciación, de la posición frente a lo dicho, que es la que finalmente constituye su estatuto de sujeto deseante. De otra forma, el maestro habría sido trocado por la radio, por el cine, por la televisión, por la multimedia, por la Internet. Si estos intentos —porque ese sueño totalitario siempre ha estado presente cuando aparece un nuevo medio de transmisión y/o almacenamiento de información— han fracasado es porque la heterogeneidad del salón de clase en realidad es irreductible, así las medidas de homogenización queden satisfechas con el aplanamiento que alcanzan a producir.
Si los participantes no son iguales, y el silencio funciona, en tanto que lo no prohibido está permitido, entonces hay lugar para el deseo. La idea del “problema” es estructural en la escuela: en vano se intenta reemplazarlo por otra cosa, suponiendo que no quedaría resto. Pero, a veces, no se trata de resolver y la solución puede ser la no-solución, el callejón sin salida, pero asumido, consentido por este docto que va un poco más allá del saber que “le toca” exponer.
Aquí no hay salvadores ante un pánico creado (“la educación es de mala calidad”), sino ética ante un hecho estructural. Mientras lo regulativo quiere volver eficaz a un sujeto (lo cual implicaría quitarle el síntoma y “adaptarlo”, es decir, borrarlo bajo el peso de las consignas), lo instruccional busca que se labre un camino propio.
El panorama actual
La escuela enfrenta actualmente asuntos de droga, violencia, embarazos tempranos, pandillas. Ante esto, se le pide una regulación directa —como la que hace la policía—… todo a nombre de una “formación integral”. Dos salidas se han intentado, pero sin el paso por el saber:
Ejerciendo de demócratas. Se cree que la escuela es represora y que le vendría muy bien un toque de libertad; que los estudiantes tienen unos derechos. En concordancia con la supuesta caída de los macro-relatos, se desvanece, entonces, el discurso regulativo, se “da” la palabra (se “empodera”), se consulta al otro. Pero, igualmente, los resultados contrarían lo esperado: ahora ya nadie quiere hacer nada. Diagnóstico reservado.
O ejerciendo de policías. Se cree que falta es fruncir más el ceño de la cara del funcionario: aumentar las penas, poner cámaras, promulgar nuevas legislaciones, hacer requisas, incautar armas mediante la visita sorpresiva de la policía. Pero, contrario a los propósitos, el efecto es el incremento de la agresión y de la falta de respeto; los jóvenes se arman, incluso cometen crímenes dentro y fuera de la escuela. Los dos bandos se equipan conforme a la estrategia bélica. Igualmente: diagnóstico reservado.
En consecuencia, todos se preguntan qué hacer y se quejan de —o celebran—que ahora los estudiantes manden, que determinen el funcionamiento de la escuela e, incluso, los planes de estudio. Por ese camino, también aparece el temor de que solicitar la presencia de un acudiente ya no produce la expectativa de una llamada de atención para el estudiante… ¡sino para el docente!
Y como la agresión insiste, se echa de menos una “dimensión ética” de la formación. Así, a nombre de la “formación integral”, se emiten ciertos discursos durante las fiestas patrias y se programan un par de cursos en los que la militancia fundamentalista del maestro intenta imponer unas certezas morales en función directa al peso del ideal que representan (de labios para afuera). Pero, ¿en qué se diferencia esto de la rutina del cambio de guardia en la estación de policía? Se trata de un discurso que acompaña (que adorna) al acto que pretende intervenir de manera directa sobre lo indomable del otro… no de los actos que pretenden hacer posible algo del orden del saber.
Ahora bien, ¿hay en esto un error que pueda corregirse para, ahora sí, hacer las cosas bien? Tal vez no. Quien así intenta transformar las cosas, cree posible manipular a voluntad las dimensiones del ser humano. Pero “No es queriendo el bien de la gente como se lo alcanza... la mayor parte del tiempo es incluso al revés”, asevera Lacan. En la escuela no se puede instaurar la ley ni mediante democracia ni mediante autoritarismo: de un lado, hay unas condiciones normativas básicas bajo las cuales la escuela surgió y funciona aún, que no se someten a la decisión de los aprendices (a no ser que se garantice que van a decir lo que nosotros queremos). Y, de otro, lado, inevitablemente el autoritarismo produce restos (respuestas, resistencias, retaliaciones) que no se pueden detener y que, si se buscan controlar con más autoritarismo, producen nuevos restos… y así sucesivamente. Podría intentarse hacer funcionar lo instruccional bajo la égida exclusiva del discurso de mando (de hecho es así en muchos casos); pero ese no es el sentido de la escuela. Y no se trata de que no haya autoridad, sino de que ésta tenga el sentido que le daría un dispositivo (el escolar) que apunta al saber. Cuando la relación con el otro está mediada por el saber, la función del maestro es en relación con el saber —perdonen la redundancia—, no con los estudiantes: quererlos, comprenderlos, incluirlos, pagar para que al menos puedan tomar un café… esos no son sus asuntos específicos del maestro. Lo son en otro tipo de instituciones, no en el dispositivo escolar. No obstante, el discurso de moda nos los ha impuesto… facilitado tal vez por el hecho de que la relación del docente con el saber se ha empobrecido. Hemos ido remplazando el dispositivo escolar por un dispositivo que oscila entre un centro asistencial y una caja de compensación. Estamos haciendo desaparecer su especificidad. Hoy nos parece un logro garantizar que al menos los niños no se queden en la calle (allí habita hoy el Ogro, que antes vivía en el bosque) y que tomen el refrigerio gratuito.
Cuando la relación está mediada por el saber —decíamos—, cuando no hay una relación directa con el otro, aparecen efectos como los del respeto, el interés. Los maestros no enseñan respeto —como se intenta hacer hoy en día— sino que lo infunden —uso la expresión de antaño—… se ganan el respeto, se hacen respetar por su trabajo. El maestro puede ser una autoridad moral pero por su relación con el saber… no porque, al hablar de “competencias ciudadanas”, mencione la obediencia como un valor fundamental.
El respeto y el interés —que tanto echamos de menos hoy— son subproductos de la acción, explica Estanislao Antelo. Es caricaturesco tener el propósito de que el otro nos respete. Es triste que el maestro ahora tenga el objetivo formativo de que los estudiantes (lo) respeten. Todo el tiempo que le dedique a propósitos de ese tipo, no sólo se le quita al trabajo propiamente dicho, sino que es perdido: ¿acaso hoy —que tenemos el discurso de las competencias ciudadanas, del respeto, de los valores, de la inclusión…— hay mejores relaciones entre nosotros? Podría trabajar en relación con el saber de la mejor manera posible para él; y si al final algunos lo respetan, es algo contingente, algo que no se puede calcular.
Al empobrecerse la relación con el saber, al desaparecer la mediación del saber, lo que aparece ante nuestra vista es el otro, en tanto semejante (no el alumno, que no es un semejante). Ahora estoy cara a cara con él. Antes, entre los dos estaba el saber, ahora estamos frente a frente. No se nos haga raro, entonces, que la nueva terminología (amor, comprensión, inclusión, tolerancia) esté toda referida a este hecho de que el otro es un semejante, un igual. Pero justamente por eso contesta el celular en clase, por eso cree tener derecho a opinar sin haber estudiado, por eso se siente autorizado a objetar un plan de estudios que ni siquiera conoce. Es decir, se erige en tanto semejante, porque no hay frente a él una oferta de saber (en relación con la cual no es un par), sino un semejante —el maestro auto-rebajado— que se quiere ganar su atención (cosa que hacen mejor ciertos aparatos… y por eso queremos meterlos a la escuela), un semejante que quiere limitar la agresión (pero que no ofrece nada a cambio… solo cantaleta).
De los profesionales sin formación pedagógica que han ingresado a la educación pública en Bogotá, han desertado más de la mitad… muchos se apresuran a explicarlo justamente por la falta de formación pedagógica. Tal vez esa sea una razón, pero no la principal; renuncian porque no soportan el clima de las instituciones públicas: agresión, irrespeto, droga, ausencia total de ganas de estudiar… Y como tienen una profesión distinta de la docencia, no les toca quedarse allí aguantándoselo y van a intentarlo en otra parte. Si los que estudiaron pedagogía no se van, no es porque estén mejor preparados para enfrentar esta nueva situación, sino porque no tienen alternativa.
Ahora bien, se trata de un asunto de época, no de un asunto que haya nacido en la escuela. La pragmática de la queja y del asistencialismo espanta el deseo. Pero esto no desresponsabiliza al maestro de dejarse cautivar por la idea de una realización de la condición humana por la vía de la lógica del consumo. Ni desresponsabiliza a los estudiantes de no esforzarse por explorar la oferta escolar como una posibilidad vital y, en consecuencia, exigir allí la altura que en un futuro aspira a tener.
La indigencia de la condición humana puede ser un acicate para hacer una elaboración vía el deseo… pero también puede ser el desafío que nos haga cerrar los ojos y decir que no hay falta, que los objetos del capitalismo sirven para tapar todos los poros y que el ser humano sólo puede aspirar a estar abotagado de cosas. Para que la confusión entre objeto del deseo y obsolescencia de los productos del capitalismo sea posible, se necesitan todos y cada uno de nuestros actos de aquiescencia. Los mismos que se necesitan para que tengamos la educación que tenemos hoy, de la cual atinamos más a quejarnos que a entender.