miércoles, 15 de abril de 2020

¿Qué es lo real del coronavirus? Miguel Gutiérrez-Peláez*

Recuerdo que el director de mi investigación doctoral, el psicoanalista Héctor López, decía que una época es el tiempo que se demora la humanidad en simbolizar un real. ¿Estamos ante un real inédito que requiere de una época para elaborarlo? ¿Es éste un nuevo momento de la humanidad (a.C., antes del coronavirus, y d.C., después del coronavirus?), o es una irrupción salvaje de lo real en nuestra cotidianidad?  A diferencia de las guerras del siglo XX o la guerra contra el terrorismo del XXI, el enemigo actual no tiene rostro. No es siquiera una bacteria a la que pudiéramos adjudicarle el deseo de vivir. Es una proteína que, sin propósito e intención, produce efectos en nuestro cuerpo que pueden llevarnos a la muerte.  No faltan los intentos por simbolizarlo y darle rostro de otro, entendiéndolo como una consecuencia de los abominables hábitos alimenticios de los chinos, como un acto conspirativo de los rusos, como una entidad metafísica que viene por fin a poner límite al capitalismo salvaje allí donde no pudieron ponerlo los propios humanos, como un castigo divino anunciado por los profetas del apocalipsis, o como un llamado de atención de la naturaleza por nuestros excesos.  El panorama es aterrador, ¿pero es un nuevo real? ¿Qué es lo nuevo que llega a rasgar la tela de nuestro orden simbólico?


A veces me pregunto si estamos frente a un nuevo real o más bien frente a un levantamiento del velo de aspectos que hemos podido ubicar como insoportables: que puede suceder algo fuera de nuestro control que nos lleve a la muerte; que el futuro es incierto así vivamos bajo ficciones que nos hacen creer en un horizonte consistente; que los humanos, como la humanidad, vivimos como si fuéramos inmortales, así nuestra única certeza sea que tarde o temprano vamos a morir (hoy en día más de un súpermillonario aloja la ilusión de ser el primer “amortal”); que la ciencia no puede anular con sus cálculos la incidencia de las contingencias; que el prójimo es peligroso y puede contener en su seno aquello que puede llevarnos a la muerte.

¿Y, si es así, qué nos queda frente a ese real sin velo? Las alusiones de Marcelo Barros a la poesía me resuenan con especial intensidad: “Ciertamente tejemos ficciones ahí donde imaginamos apenas que podríamos morir. Acaso la ficción de nuestra propia pérdida sea un acto poético esencial” (Crónicas XXI, No. 17). Y es que, a diferencia de la tragedia, que implica la sucesión de repeticiones en un tiempo infinito, o la épica, que requiere de un otro que la escuche para que sigan vivas las proezas de los héroes, la poesía no requiere de tiempo o, más bien, el tiempo de la poesía es el instante. No clama ningún tipo de trascendencia. El futuro es incierto tanto hoy como siempre, pero ahora se nos revela crudamente, tanto para nuestras minúsculas existencias singulares, como para la humanidad.  Pero el acto poético no requiere de una proyección sobre un mundo de sucesiones temporales. La poesía es posible aún frente al más incierto de los futuros o ante la inminencia de la muerte.
Considero que la poesía es posible antes, durante y después del coronavirus. Gustavo Dessal hace alusión al Decamerón de Bocaccio, libro escrito a propósito de la peste bubónica de 1348, y nos recuerda que “incluso al borde del final del mundo siempre hay lugar para el deseo de vivir" (Crónicas XXI, No. 4). Así, aún frente a este panorama sombrío, de pánico generalizado, hay lugar para el acto poético. La poesía devuelve la dignidad allí donde la angustia frente a lo real nos empuja a lo más bajo y a la idiotez incesante, a la degradación propia y del otro por un ideal de vivir y un mundo a preservar.

Miembro de la NEL y la AMP en Bogotá

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