Romina y
Ariel acaban de llegar a su fiesta de casamiento, ella con su vestido blanco y
su ramo, el con su frac. Todo sucede como lo habían planificado, asisten las
familias, los amigos de la novia y los del novio. Todo parece ser alegría hasta
el momento cuando Ariel saluda con cierta complicidad a una compañera de
trabajo. Ese gesto es captado por la novia que de inmediato desconfía de la
situación, hace alguna llamada por celular y sospecha la infidelidad del recién
casado, la cual corrobora cuando al comenzar a bailar, ella lo interpela y él se
lo confiesa. Romina entra en cólera, sale sin rumbo del salón y se encuentra
con el vacío de la terraza del cual es rescatada con amabilidad por un
cocinero. Ante este gesto Romina lo besa y tiene sexo con él. El marido los
descubre y entra en shock. Ella le grita que no descansará hasta quitarle todo
lo que posee, que lo dejará sin nada. Regresan al salón, ella en una euforia
desbordada en la que agrede a la chica de la infidelidad, y él sumido en la
desorientación y a merced de las acciones de Romina.
Este
fragmento de la historia final de Relatos Salvajes[1],
me abre un camino para pensar la cólera en relación con el ultraje. El ultraje,
dice Lacan[2],
se presenta cuando se cruza el límite de lo que se consideraba infranqueable,
lo más íntimo. Las causas del ultraje pueden ser diversas, pero aquí hago
alusión a la que se deriva de la traición que sufre una mujer cuando el hombre
a quien ama, al que considera que le ha dado todo, pone sus ojos en otra. Romina
siente que su lugar como objeto de deseo de Ariel ha sido usurpado. En esta
circunstancia se desata una disrupción de goce[3]
que la lleva a cometer acciones incontroladas, algunas de las cuales pueden
atentar contra ella misma. Miller en “Clínica de la posición femenina”[4],
diferencia lo que significa tener bienes para un hombre y lo que significa para
las mujeres. El hombre se identifica con sus bienes, la mujer encuentra un modo
de hacer semblante con ellos, pero cuando se siente ultrajada se puede despertar
la cólera que la lleva a comportamientos en los que no le importa perder lo que
le ha dado consistencia, con lo que ha hecho semblante y le ha permitido parecer
ser. En su acción sin medida, ella puede convertirse en el agujero del Otro y
dedicarse a atacar su completud. Dice Miller que en esto se presenta una
paradoja: el constituirse en el falo de Otro parecería que le posibilita
despreciar el tener, y es así como reduce el tener a semblante.
Las acciones
que se desprenden del estado de cólera en el que puede entrar una mujer,
permiten a Lacan referirse a lo que llama una verdadera mujer, que dice, no se
mide en la distancia con la madre, “tanto menos madre, más mujer”, sino cuando
la sujeto da muestras de que está preparada para el sacrificio de todos los
bienes, para el sacrificio del tener. En el momento en que una mujer se siente
ultrajada en su ser, puede apuntar a herir al hombre en lo que el tiene de más
precioso. No se trata de una esencia, aparece de repente, con sorpresa.
Medea es el
ejemplo que le permite a Lacan referirse a esta disposición de perder todo.
Ella hizo todo por Jasón, traicionó a su padre, hacía lo que Jasón quería, fue
la madre y la mujer perfecta, pero Jasón quiso casarse con la hija de Creón y dejar
a Medea, y aunque éste se ofreció a pagar la manutención de los hijos, para
Medea esto resultaba un ubris, un
ultraje, entró en depresión, lloraba, se sentía miserable al igual que las
demás mujeres e intentó vengarse. Las acciones que emprendió no fueron las de matarse
ella, ni matar a Jasón, fue matar a su nueva esposa y a sus propios hijos que
eran los de Jasón, es decir cavar en el hombre un agujero que nunca pudierá
colmar.
Ante los
actos, dice Eurípides “todas las palabras son inútiles”. Medea pasa a un acto
absoluto, va más allá de la palabra, deja de lado todos los significantes. Es
un acto de crueldad en el que hay algo insoportable de manejar, que Lacan liga con
una verdadera mujer. Su acto es un callejón sin salida, mediante el cual
explora una región sin marcas, una zona desconocida que traspasa los límites y
que siempre tiene algo de extravío. Medea actúa con el menos, suprime,
destruye. Se produce haciendo del acto un arma y al encontrarse perdida, sin
defensa, encuentra una espada en la desposesión misma.
Su acto es una
respuesta al sentirse ultrajada por un hombre que mira a otra. Allí aparece la
rabia del tener, sacrifica todo tener porque pierde a su hombre. Lacan se
refiere a Medea en su texto “Juventud de Gide”[5]
cuando la compara con Madeleine Rondeaux, la esposa de Gide, que parecía ser la
esposa sumisa, pero en la que se revela la verdadera mujer cuando quema las
cartas del marido que era lo más precioso que tenía. Dice Miller que en toda
mujer hay una verdadera mujer, aunque parezca como la cuidadora de los bienes.
En ambas, en Medea y Madelaine hay la reacción de castigo por la traición del
hombre que no las quiere. Aunque no hay límite para lo que una mujer puede
hacer por un hombre también está preparada para el no tener. Podría decirse que
la cólera se instala como un modo de tramitar el ultraje y darle salida a la
mujer verdadera, despojada de todo tener. Es una manera de tramitar el ultraje
mediante el estrago y la injuria, como dice M.-H. Brousse[6],
sin temor alguno a perder todo.
[1].
David Szifrón, 2014.
[3] Laurent, E. “Disrupción del goce en las locuras bajo transferencia”.
Congreso AMP. Barcelona, 2018.
[6]. Brousse, M-H. “Saber hacer femenino con la relación. Las tres R: astucia,
estrago y arrebato”. Septiembre 2016. mujeres@elp.es.org
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