Preámbulo
Durante el Congreso de la AMP en Comandatuba, en el
2004, la Delegada General presentó una "Declaración de principios"
ante la Asamblea General. Luego los Consejos de las Escuelas hicieron llegar
los resultados de sus lecturas, de sus observaciones y señalamientos. Después
de ese trabajo, presentamos ahora, ante la Asamblea, estos Principios que les
pedimos adopten.
Primer principio: El psicoanálisis es una práctica de
la palabra. Los dos participantes son el analista y el analizante, reunidos en
presencia en la misma sesión psicoanalítica. El analizante habla de lo que le
trae, su sufrimiento, su síntoma. Este síntoma está articulado a la materialidad
del inconsciente; está hecho de cosas dichas al sujeto que le hicieron mal y de
cosas imposibles de decir que le hacen sufrir. El analista puntúa los decires
del analizante y le permite componer el tejido de su inconsciente. Los poderes
del lenguaje y los efectos de verdad que este permite, lo que se llama la
interpretación, constituyen el poder mismo del inconsciente. La interpretación
se manifiesta tanto del lado del psicoanalizante como del lado del
psicoanalista. Sin embargo, el uno y el otro no tienen la misma relación con el
inconsciente pues uno ya hizo la experiencia hasta su término y el otro no.
Segundo principio: La sesión psicoanalítica es un
lugar donde pueden aflojarse las identificaciones más estables, a las cuales el
sujeto está fijado. El psicoanalista autoriza a tomar distancia de los hábitos,
de las normas, de las reglas a las que el psicoanalizante se somete fuera de la
sesión. Autoriza también un cuestionamiento radical de los fundamentos de la
identidad de cada uno. Puede atemperar la radicalidad de este cuestionamiento
teniendo en cuenta la particularidad clínica del sujeto que se dirige a él. No
tiene en cuenta nada más. Esto es lo que define la particularidad del lugar del
psicoanalista, aquel que sostiene el cuestionamiento, la abertura, el enigma,
en el sujeto que viene a su encuentro. Por lo tanto, el psicoanalista no se
identifica con ninguno de los roles que quiere hacerle jugar su interlocutor,
ni a ningún magisterio o ideal presente en la civilización. En ese sentido, el
analista es aquel que no es asignable a ningún lugar que no sea el de la
pregunta sobre el deseo.
Tercer principio: El analizante se dirige al analista.
Pone en el analista sentimientos, creencias, expectativas en respuesta a lo que
él dice, y desea actuar sobre las creencias y expectativas que él mismo
anticipa. El desciframiento del sentido no es lo único que está en juego en los
intercambios entre analizante y analista. Está también el objetivo de aquel que
habla. Se trata de recuperar junto a ese interlocutor algo perdido. Esta
recuperación del objeto es la llave del mito freudiano de la pulsión. Es ella
la que funda la transferencia que anuda a los dos participantes. La formula de
Lacan según la cual el sujeto recibe del Otro su propio mensaje invertido
incluye tanto el desciframiento como la voluntad de actuar sobre aquel a quien
uno se dirige. En última instancia, cuando el analizante habla, quiere
encontrar en el Otro, más allá del sentido de lo que dice, a la pareja de sus
expectativas, de sus creencias y deseos. Su objetivo es encontrar a la pareja
de su fantasma. El psicoanalista, aclarado por la experiencia analítica sobre
la naturaleza de su propio fantasma, lo tiene en cuenta y se abstiene de actuar
en nombre de ese fantasma.
Cuarto principio: El lazo de la transferencia supone
un lugar, el "lugar del Otro", como dice Lacan, que no está regulado
por ningún otro particular. Este lugar es aquel donde el inconsciente puede
manifestarse en el decir con la mayor libertad y, por lo tanto, donde aparecen
los engaños y las dificultades. Es también el lugar donde las figuras de la
pareja del fantasma pueden desplegarse por medio de los más complejos juegos de
espejos. Por ello, la sesión analítica no soporta ni un tercero ni su mirada
desde el exterior del proceso mismo que está en juego. El tercero queda
reducido a ese lugar del Otro.
Este principio excluye, por lo tanto, la intervención
de terceros autoritarios que quieran asignar un lugar a cada uno y un objetivo
previamente establecido del tratamiento psicoanalítico. El tercero evaluador se
inscribe en esta serie de los terceros, cuya autoridad sólo se afirma por fuera
de lo que está en juego entre el analizante, el analista y el inconsciente.
Quinto principio: No existe una cura estándar ni un protocolo
general que regiría la cura psicoanalítica. Freud tomó la metáfora del ajedrez
para indicar que sólo había reglas o para el inicio o para el final de la
partida. Ciertamente, después de Freud, los algoritmos que permiten formalizar
el ajedrez han acrecentado su poder. Ligados al poder del cálculo del
ordenador, ahora permiten a una máquina ganar a un jugador humano. Pero esto no
cambia el hecho de que el psicoanálisis, al contrario que el ajedrez, no puede
presentarse bajo la forma algorítmica. Esto lo vemos en Freud mismo que
transmitió el psicoanálisis con la ayuda de casos particulares: El Hombre de
las ratas, Dora, el pequeño Hans, etc. A partir del Hombre de los lobos, el
relato de la cura entró en crisis. Freud ya no podía sostener en la unidad de
un relato la complejidad de los procesos en juego. Lejos de poder reducirse a
un protocolo técnico, la experiencia del psicoanálisis sólo tiene una
regularidad, la de la originalidad del escenario en el cual se manifiesta la
singularidad subjetiva. Por lo tanto, el psicoanálisis no es una técnica, sino
un discurso que anima a cada uno a producir su singularidad, su excepción.
Sexto principio: La duración de la cura y el
desarrollo de las sesiones no pueden ser estandarizadas. Las curas de Freud
tuvieron duraciones muy variables. Hubo curas de sólo una sesión, como el
psicoanálisis de Gustav Mahler. También hubo curas de cuatro meses como la del
pequeño Hans o de un año como la del Hombre de las ratas y también de varios
años como la del Hombre de los lobos. Después, la distancia y la
diversificación no han cesado de aumentar. Además, la aplicación del
psicoanálisis más allá de la consulta privada, en los dispositivos de atención,
ha contribuido a la variedad en la duración de la cura psicoanalítica. La variedad
de casos clínicos y de edades en las que el psicoanálisis ha sido aplicado
permite considerar que ahora, en el mejor de los casos, la duración de la cura
se define "a medida". Una cura se prolonga hasta que el analizante
esté lo suficientemente satisfecho de la experiencia que ha hecho como para
dejar al analista. Lo que se persigue no es la aplicación de una norma sino al
acuerdo del sujeto consigo mismo.
Séptimo principio: El psicoanálisis no puede
determinar su objetivo y su fin en términos de adaptación de la singularidad
del sujeto a normas, a reglas, a determinaciones estandarizadas de la realidad.
El descubrimiento del psicoanálisis es, en primer lugar, el de la impotencia
del sujeto para llegar a la plena satisfacción sexual. Esta impotencia es
designada con el término de castración. Más allá de esto, el psicoanálisis con
Lacan, formula la imposibilidad de que exista una norma de la relación entre
los sexos. Si no hay satisfacción plena y si no existe una norma, le queda a
cada uno inventar una solución particular que se apoya en su síntoma. La
solución de cada uno puede ser más o menos típica, puede estar más o menos
sostenida en la tradición y en las reglas comunes. Sin embargo, puede también
remitir a la ruptura o a una cierta clandestinidad. Todo esto no quita que, en
el fondo, la relación entre los sexos no tiene una solución que pueda ser
"para todos". En ese sentido, está marcada por el sello de lo
incurable, y siempre se mostrará defectuosa.
El sexo, en el ser hablante, remite al "no todo".
Octavo principio: La formación del psicoanalista no
puede reducirse a las normas de formación de la universidad o a las de la
evaluación de lo adquirido por la práctica. La formación analítica, desde que
fue establecida como discurso, reposa en un trípode: seminarios de formación
teórica (para-universitarios), la prosecución por el candidato psicoanalista de
un psicoanálisis hasta el final (de ahí los efectos de formación), la
transmisión pragmática de la práctica en las supervisiones (conversaciones
entre pares sobre la práctica) Durante un tiempo, Freud creyó que era posible
determinar una identidad del psicoanalista. El éxito mismo del psicoanálisis,
su internacionalización, las múltiples generaciones que se han ido sucediendo
desde hace un siglo, han mostrado que esa definición de una identidad del
psicoanalista era una ilusión. La definición del psicoanalista incluye la
variación de esta identidad. La definición es la variación misma. La definición
del psicoanalista no es un ideal, incluye la historia misma del psicoanálisis y
de lo que se ha llamado psicoanalista en distintos contextos de discurso.
La nominación del psicoanalista incluye componentes contradictorios. Hace falta una formación académica, universitaria o equivalente, que conlleva el cotejo general de los grados. Hace falta una experiencia clínica que se trasmite en su particularidad bajo el control de los pares. Hace falta la experiencia radicalmente singular de la cura. Los niveles de lo general, de lo particular y de lo singular son heterogéneos. La historia del movimiento psicoanalítico es la de las discordias y la de las interpretaciones de esa heterogeneidad. Forma parte, ella también, de la gran Conversación del psicoanálisis, que permite decir quién es psicoanalista. Este decir se efectúa en procedimientos que tienen lugar en esas comunidades que son las instituciones analíticas. El psicoanalista nunca está solo, sino que depende, como en el chiste, de un Otro que le reconozca. Este Otro no puede reducirse a un Otro normativizado, autoritario, reglamentario, estandarizado. El psicoanalista es aquel que afirma haber obtenido de la experiencia aquello que podía esperar de ella y, por lo tanto, afirma haber franqueado un "pase", como lo nombró Lacan. El “pase” testimonia del franqueamiento de sus impases. La interlocución con la cual quiere obtener el acuerdo sobre ese atravesamiento, se hace en dispositivos institucionales. Más profundamente, ella se inscribe en la gran Conversación del psicoanálisis con la civilización. El psicoanalista no es autista. El psicoanalista no cesa de dirigirse al interlocutor benevolente, a la opinión ilustrada, a la que anhela conmover y tocar en favor de la causa analítica.
La nominación del psicoanalista incluye componentes contradictorios. Hace falta una formación académica, universitaria o equivalente, que conlleva el cotejo general de los grados. Hace falta una experiencia clínica que se trasmite en su particularidad bajo el control de los pares. Hace falta la experiencia radicalmente singular de la cura. Los niveles de lo general, de lo particular y de lo singular son heterogéneos. La historia del movimiento psicoanalítico es la de las discordias y la de las interpretaciones de esa heterogeneidad. Forma parte, ella también, de la gran Conversación del psicoanálisis, que permite decir quién es psicoanalista. Este decir se efectúa en procedimientos que tienen lugar en esas comunidades que son las instituciones analíticas. El psicoanalista nunca está solo, sino que depende, como en el chiste, de un Otro que le reconozca. Este Otro no puede reducirse a un Otro normativizado, autoritario, reglamentario, estandarizado. El psicoanalista es aquel que afirma haber obtenido de la experiencia aquello que podía esperar de ella y, por lo tanto, afirma haber franqueado un "pase", como lo nombró Lacan. El “pase” testimonia del franqueamiento de sus impases. La interlocución con la cual quiere obtener el acuerdo sobre ese atravesamiento, se hace en dispositivos institucionales. Más profundamente, ella se inscribe en la gran Conversación del psicoanálisis con la civilización. El psicoanalista no es autista. El psicoanalista no cesa de dirigirse al interlocutor benevolente, a la opinión ilustrada, a la que anhela conmover y tocar en favor de la causa analítica.