La defensa ha sido una constante en la historia de las ciudades. Para
buscar protección de peligros reales o imaginados, sus habitantes, en
diferentes momentos de su desarrollo, han acudido al resguardo que brinda la
geografía e impide la fácil accesibilidad, a la construcción de murallas,
torres u otros elementos que permiten el confinamiento, a la utilización de
catedrales o castillos como construcciones defensivas, y por supuesto, las han
encomendado a la mirada protectora de los dioses. Cada época histórica parece
tener ejemplos de algo que no logra integrarse a los discursos y modos de hacer
dominantes; un resto que no queda oculto, sino que encuentra diversos maneras
de manifestarse, de acomodarse en cualquier área o rincón de la ciudad, desde
donde acecha a los habitantes, a la vez que resuena en cada uno de manera singular, conjugándose
con sus propio miedos.
El discurso de la ciencia trajo
consigo la disolución de las antiguas comunidades conformadas en torno a amos
religiosos, monárquicos y feudales que parecían proteger a los ciudadanos
haciéndolos partícipes de un goce respaldado por la misma existencia de un Dios
todopoderoso, y con ello, la consecuente liberación del individuo a su propia
subjetividad con la desprotección que ello implica, tanto de su deseo obligado
a buscar su propio camino, como de su goce que ha debido encontrar nuevas manera
de satisfacerse y modularse. Por ejemplo, la aparición del anonimato ligado al fenómeno
de la multitud del siglo XIX, implicó desorientación ante el encuentro con el
otro desconocido y diferente que introducían las condiciones de la
industrialización[1],
y aunque en la actualidad parece que
algunos de esos miedos se hubieran apaciguado o acomodado, o que se hubieran
encontrado formas para enfrentarlo, ese otro desconocido con su goce parece
haber alcanzado en la escena diaria, dimensiones no sospechadas. Un ejemplo de
su presencia es el miedo ante un posible ataque terrorista, que se podría
ilustra con el atentado a las Torres Gemelas de New York (2001), el reciente
atentado de Boston (abril, 2013), y por qué no con cualquiera de las bombas que
han acompañado la cotidianidad colombina de las últimas décadas. Algo irrumpe de
pronto sin saberse por qué, ni de dónde. La imposibilidad del discurso
capitalista que pretende el control se filtra por fisuras insospechadas a la
manera de un goce mortífero que lo corroe e impone la necesidad de defensa ante
eso que acecha, que no se ubica, que puede provenir de cualquiera y de
cualquier parte . Cada sujeto es enemigo potencial y cada espacio que se habita
se puede tornar como diría Freud, ominoso.
Los efectos del discurso capitalista producen la
defensa del Otro.
La desconfianza generalizada hacia el otro extranjero o hacia el mismo
vecino se convierte en clave para leer el paisaje urbano de las ciudades
actuales caracterizado al menos, por una paradoja: segregación-fragmentación lograda
por dispositivos de encierro, que frenan al ojo que no puede ver, y regocijo
de la mirada que recoge la escena en pantallas provistas por los dispositivos
de vigilancia que le permiten al ojo
atravesar cualquier muro y mantener el control. A la vez que se aumenta el encierro, mediante el uso de
elementos de seguridad como altas y agudas rejas, vidrios cortopunzantes,
alambres electrificados en diferentes estilos,
por solo mencionar los más notorios, se promueve la vigilancia que
permite a la mirada atravesarlos mediante
nuevas tecnologías como satélites y video-cámaras, y recoger las imágenes en pantallas
que potencian la mirada e irrumpen en la escena más resguardada. Lo que el ojo no ve, la mirada lo recobra en
la pantalla.
Los goces de los unos se ponen en escena
La segregación producida por
el desarrollo del discurso de la ciencia y del capitalismo se acentúa. Lacan ya lo manifestaba en Televisión (1973)
y Miller lo retoma en Extimidad (1986). Los
goces de los Unos se manifiestan: Disfrute en el encierro acompañado de los que
considera sus semejante, inclusión de algunos y exclusión de otros, disfrute en la exhibición de medios de tortura y en la penetración del
agujero que en medio de ellos se ofrece a la mirada mediante los dispositivos-prótesis
del ojo que lo potencian, alargan, falifican y permite penetrar cualquier
espacio y escarbar en todos los rincones.
Al parecer un padre cruel que protege a
costa del encierro y la tortura, y dotado de un
ojo absoluto y vigilante se ha posicionado en el vacío que deja la caída
del amo encarnada en gobernantes. La
ciudad se presenta como cuerpo adolorido, amarrado y torturado con elementos
asociados a campos de concentración, secuestro y guerra, pero expuesta al goce
sin fin de la mirada.
Los zurcos electrificados, las rejas y demás
aparatos de seguridad utilizados, ponen en escena una especie de auto secuestro
y un cuerpo-ciudad
mortificado, torturado se ofrece al espectáculo sin recato alguno, quizás a la manera de purga colectiva, o de forma de pago por una
guerra interminable vinculada a problemas que superan las acciones de los
políticos y las fronteras de sus dominios; un cuerpo expuesto a la manera de
escarmiento, de grito que se ahoga en sí mismo.
La transparencia que se invoca como medio para impedir el delito y la
corrupción, porque el peligro no parece venir sólo de afuera sino de adentro.
La mirada voyerista, se sacia en la invasión de cualquier intimidad. Todo y
todos están vigilados por un “ojo absoluto” como dice Gérard Wajcman (2010). La
necesidad de la prevención se impone, pues la desconfianza se generaliza y se
amplia hasta el más próximo. El espacio panóptico denunciado por Foucault
(1977) en décadas anteriores, que ha acompañado diferentes arquitecturas de la
modernidad, se ha potenciado mediante la tecnología y ha alcanzado límites
inusitados.
La esquicia del ojo y la mirada. Lo que se ve parece referirse a la
necesidad de defensa, a un resto que no se quiere ver, la mirada descubre la
pulsión que se refleja en la pantalla y que alude a un cuerpo gozante.
Voyerismo y vigilancia, pulsión escópica y control sin medida.
[1]. El tema de la ciudad capitalista y el miedo
y la angustia que despierta en sus
habitantes, ha sido un tema constante de la literatura de los últimos dos
siglos. Queda expuesto en evidencia en varias obras del siglo XIX como las
Charles Baudelaire, Edgar Alan Poe y George Simmel.