Antoni
Vicens*
La angustia nunca es lo que parece. Uno de los pacientes de Freud, conocido como el hombre de los lobos, describió la angustia insoportable que sintió de niño al ver una mariposa moviendo las alas. Por supuesto, ese paciente no sufría ninguna amenaza física por parte del insecto; el movimiento le atraía por su significado, más que enigmático para él. ¿Iba a ser devorado por ella, como por una mantis religiosa? No era la mariposa, la causa de su angustia. Su angustia no tenía otra causa que la angustia misma, que dividía al mundo entre lo familiar y lo desconocido, y que recortaba en lo conocido algo que le impedía saber.
Tomemos la
preocupante crisis económica, financiera y política de nuestro tiempo. La
historia nos enseña –si es que nos enseña algo– que situaciones comparables han
tenido salidas terribles, hasta lo peor. ¿Estamos angustiados? En realidad,
podemos tener miedo, y sentirnos paralizados y sometidos hasta lo insoportable
por una situación que nos impide tomar las decisiones que querríamos. La
angustia es diferente: nadie ni nada parece provocarla, salvo nuestra propia
deriva vital.
¿Y si la
angustia no fuera una de las caras del mal, o uno de los dolores del malvivir?
¿Y si la angustia fuera la puerta hacia la invención de algo nuevo en la vida,
el paso estrecho hacia una oportunidad que puede ser seguida? Difícil, porque
nadie quiere vivir en la angustia. El miedo es diferente: la literatura y el
cine de terror satisfacen una demanda de miedo estético. La angustia, en
cambio, no aparece ni en pinturas, ni en películas. La angustia aparece sin
nada que la acompañe. Es angustia, y nada más; pero cada cual sabe qué es. Es
una experiencia de separación, y de separación precisamente de aquello que
permitiría hacerla hablar.
Los
filósofos empezaron a hacerle caso a partir del siglo XIX. Kierkegaard, con su
obra ‘El concepto de la angustia’, la introdujo en el vocabulario filosófico.
Se apoyó en ella para plantear una objeción radical al mundo de Hegel, un mundo
que tendería a la perfección absoluta gracias a la posibilidad de encontrar, en
ideas cada vez más elevadas, hasta la idea divina, la mediación para cualquier
conflicto o contradicción.
Kierkegaard
le opuso la objeción más simple: quien ha sentido al menos una vez angustia,
sabe que no se sale de ella por ninguna mediación. La angustia sólo desaparece
verdaderamente cuando se encuentra con su propia falta de fundamento. En una
ausencia absoluta del otro con quien podría pactar, estamos obligados a crear
nuevas formas para la existencia. De ahí nació la filosofía existencialista: la
existencia humana es imprevisible, el ser humano es inacabado, y cada cual
tiene una responsabilidad sobre su porvenir. Es una nueva versión del análisis
de Kierkegaard, que diferenció bien la angustia del sentimiento de culpa. A la
vez, el libro de Kierkegaard contenía una afirmación sorprendente: las mujeres
viven más cerca de la angustia que los hombres. Dicho de otra manera, la
angustia aparece como una feminización de la existencia. Es por ello que los
hombres son más débiles frente a la angustia.
Heidegger
describió la angustia como miedo al miedo, y como una vivencia intransferible.
Vivimos huyendo de la angustia, buscando refugio en las cosas que nos resultan
familiares, pero por poco esas mismas cosas se convierten en extrañas,
inquietantes, siniestras. La angustia nos revela nuestra existencia, que
generalmente está velada por una cotidianidad, o por síntomas de los que
debemos ocuparnos, o por conflictos o amores de todo tipo. El filósofo alemán
consideraba que esa experiencia no es solamente un sentimiento o un afecto: es
una vivencia metafísica, si se puede mantener la contradicción entre estos dos
términos. Es una vivencia de incompletud del mundo; por ello en ese momento no
podemos vernos reflejados en él. Cuidamos del mundo en la medida en que
esperamos hacerlo acogedor para nuestros deseos. Pero la angustia nos sume en
la impotencia, nos pone frente a la nada, o frente a la desaparición de la
totalidad que creíamos soporte de la ley.
Sartre tomó
un camino parecido, cuando relacionó la angustia con la libertad; no una
libertad concreta, la de elegir entre dos cosas, por ejemplo, sino la libertad
misma de existir. La angustia corresponde a lo que el futuro tiene de
indeterminado, lo que significa que deja en nuestras manos la responsabilidad
sobre lo que se será.
Freud
intentó situar la angustia a partir de la inhibición (la dificultad para
avanzar en una actividad para la que estamos sobradamente preparados) y del
síntoma (una imposibilidad creada por una situación en la que falta la última
palabra). La cara visible de la angustia es el miedo a lo desconocido, la
ausencia de referentes simbólicos que no sean la presencia de nuestro propio
cuerpo en su relación con la palabra que lo habita. A eso corresponde el
silencio de la angustia, y la expectativa de algo nuevo que vendrá a rellenar
el vacío que ella hace presente.
Para Lacan,
la angustia es el único afecto que no engaña, esto es, del que tenemos certeza,
tanto en nosotros mismos, como en el otro en quien la percibimos. Podemos
conjeturar que Descartes se apoyó en una vivencia de angustia para su certeza
filosófica, así como Pascal para la elaboración de su apuesta que, recordemos,
ponía en el tablero el valor de la vida frente a la muerte.
Lacan
enseña que la angustia no está en lugar de ninguna otra cosa. No es como un
lapsus: si olvidamos las llaves de casa, quizá es que no deseamos volver. El
olvido está en lugar de una verdad que no queremos reconocer. Pero la angustia
no es así: estamos angustiados porque estamos vivos, porque tenemos un cuerpo,
al que las palabras afectan, y sobre el que no tenemos dominio. Finalmente, la
angustia es un camino estrecho y árido, el mismo de la vida, y que nos
introduce en el desierto de lo que aún no está definido. ¿Y si la más alta
cualidad humana residiera en la capacidad de dar valor a la angustia y
soportarla como algo propio?
* Psicoanalista
y profesor de filosofía,
miembro de la Asociación Mundial de Psicoanálisis