lunes, 17 de junio de 2013

La ciudad, entre encierros y voyerismos

Beatriz García Moreno 


La defensa ha sido una constante en la historia de las ciudades. Para buscar protección de peligros reales o imaginados, sus habitantes, en diferentes momentos de su desarrollo, han acudido al resguardo que brinda la geografía e impide la fácil accesibilidad, a la construcción de murallas, torres u otros elementos que permiten el confinamiento, a la utilización de catedrales o castillos como construcciones defensivas, y por supuesto, las han encomendado a la mirada protectora de los dioses. Cada época histórica parece tener ejemplos de algo que no logra integrarse a los discursos y modos de hacer dominantes; un resto que no queda oculto, sino que encuentra diversos maneras de manifestarse, de acomodarse en cualquier área o rincón de la ciudad, desde donde acecha a los habitantes, a la vez que  resuena en cada uno de manera singular, conjugándose con sus propio miedos.

            El discurso de la ciencia trajo consigo la disolución de las antiguas comunidades conformadas en torno a amos religiosos, monárquicos y feudales que parecían proteger a los ciudadanos haciéndolos partícipes de un goce respaldado por la misma existencia de un Dios todopoderoso, y con ello, la consecuente liberación del individuo a su propia subjetividad con la desprotección que ello implica, tanto de su deseo obligado a buscar su propio camino, como de su goce que ha debido encontrar nuevas manera de satisfacerse y modularse. Por ejemplo, la aparición del anonimato ligado al fenómeno de la multitud del siglo XIX, implicó desorientación ante el encuentro con el otro desconocido y diferente que introducían las condiciones de la industrialización[1], y aunque  en la actualidad parece que algunos de esos miedos se hubieran apaciguado o acomodado, o que se hubieran encontrado formas para enfrentarlo, ese otro desconocido con su goce parece haber alcanzado en la escena diaria, dimensiones no sospechadas. Un ejemplo de su presencia es el miedo ante un posible ataque terrorista, que se podría ilustra con el atentado a las Torres Gemelas de New York (2001), el reciente atentado de Boston (abril, 2013), y por qué no con cualquiera de las bombas que han acompañado la cotidianidad colombina de las últimas décadas. Algo irrumpe de pronto sin saberse por qué, ni de dónde. La imposibilidad del discurso capitalista que pretende el control se filtra por fisuras insospechadas a la manera de un goce mortífero que lo corroe e impone la necesidad de defensa ante eso que acecha, que no se ubica, que puede provenir de cualquiera y de cualquier parte . Cada sujeto es enemigo potencial y cada espacio que se habita se puede tornar como diría Freud, ominoso. 

 

Los efectos del discurso capitalista producen la defensa del Otro.

La desconfianza generalizada hacia el otro extranjero o hacia el mismo vecino se convierte en clave para leer el paisaje urbano de las ciudades actuales caracterizado al menos, por una paradoja: segregación-fragmentación lograda por dispositivos de encierro, que frenan al ojo que no puede ver,  y regocijo de la mirada que recoge la escena en pantallas provistas por los dispositivos de vigilancia que le permiten al ojo atravesar cualquier muro y mantener el control. A la vez que se aumenta el encierro, mediante el uso de elementos de seguridad como altas y agudas rejas, vidrios cortopunzantes, alambres electrificados en diferentes estilos,  por solo mencionar los más notorios, se promueve la vigilancia que permite a la mirada atravesarlos mediante nuevas tecnologías como satélites y video-cámaras, y recoger las imágenes en pantallas que potencian la mirada e irrumpen en la escena más resguardada. Lo que el ojo no ve, la mirada lo recobra en la pantalla.

 

Los goces de los unos se ponen en escena

La segregación producida por el desarrollo del discurso de la ciencia y del capitalismo se acentúa.  Lacan ya lo manifestaba en Televisión (1973) y Miller lo retoma en Extimidad (1986).  Los goces de los Unos se manifiestan: Disfrute en el encierro acompañado de los que considera sus semejante, inclusión de algunos y exclusión de otros, disfrute en la exhibición de medios de tortura y en la penetración del agujero que en medio de ellos se ofrece a la mirada mediante los dispositivos-prótesis del ojo que lo potencian, alargan, falifican y permite penetrar cualquier espacio y escarbar en todos los rincones.

Al parecer un padre cruel que protege a costa del encierro y la tortura, y dotado de un  ojo absoluto y vigilante se ha posicionado en el vacío que deja la caída del amo encarnada en gobernantes.  La ciudad se presenta como cuerpo adolorido, amarrado y torturado con elementos asociados a campos de concentración, secuestro y guerra, pero expuesta al goce sin fin de la mirada.

Los zurcos electrificados, las rejas y demás aparatos de seguridad utilizados, ponen en escena una especie de auto secuestro y un cuerpo-ciudad mortificado, torturado se ofrece al espectáculo sin recato alguno, quizás a la manera de purga colectiva, o de forma de pago por una guerra interminable vinculada a problemas que superan las acciones de los políticos y las fronteras de sus dominios; un cuerpo expuesto a la manera de escarmiento, de grito que se ahoga en sí mismo.

La transparencia que se invoca como medio para impedir el delito y la corrupción, porque el peligro no parece venir sólo de afuera sino de adentro. La  mirada voyerista, se sacia en la invasión de cualquier intimidad. Todo y todos están vigilados por un “ojo absoluto” como dice Gérard Wajcman (2010). La necesidad de la prevención se impone, pues la desconfianza se generaliza y se amplia hasta el más próximo. El espacio panóptico denunciado por Foucault (1977) en décadas anteriores, que ha acompañado diferentes arquitecturas de la modernidad, se ha potenciado mediante la tecnología y ha alcanzado límites inusitados.

La esquicia del ojo y la mirada. Lo que se ve parece referirse a la necesidad de defensa, a un resto que no se quiere ver, la mirada descubre la pulsión que se refleja en la pantalla y que alude a un cuerpo gozante. Voyerismo y vigilancia, pulsión escópica y control sin medida.  



[1].  El tema de la ciudad capitalista y el miedo y  la angustia que despierta en sus habitantes, ha sido un tema constante de la literatura de los últimos dos siglos. Queda expuesto en evidencia en varias obras del siglo XIX como las Charles Baudelaire, Edgar Alan Poe y George Simmel.