Jacques-Alain Miller
Nos reencontraremos dentro de dos años en Pipol 6. Y, tal y como sucede hoy, será en torno a una fórmula. El significante que nos ha reunido aquí es el de la salud mental. La cuestión es saber cuál será el significante que le dará continuidad en 2013. Voy a dar cuenta de mis reflexiones a este propósito, en el momento de clausura de este Congreso.
La salud mental, seamos francos, no nos la creemos. Si, no obstante, hemos usado ese término, es porque nos ha parecido que podía mediar entre el discurso analítico y el discurso común, el de la masa. Por eso, el eco que el tema del Congreso ha tenido en la prensa belga muestra bien que este punto de vista estaba bien pensado. Todo el mundo comprende lo que hemos puesto en cuestión. Aunque evidentemente para llegar hasta ahí hemos tenido que obrar con astucia. Hemos ubicado el término de salud mental en una pregunta de la que ya teníamos la respuesta. No, la salud mental no existe; se sueña con ella, es una ficción. A esa pregunta, teníamos nuestra respuesta.
Cada uno tiene su vena de loco y lo hemos testimoniado al ubicar esa vena de locura en nuestra práctica, y no en nuestro paciente sino en nosotros, analistas, terapeutas. Es como una lección que nos hemos dado a nosotros mismos. Una lección que estaría bien no olvidar en lo sucesivo: en psicoanálisis, el caso clínico no existe, no más que la salud mental. Exponer un caso clínico como si fuera el de un paciente es una ficción; es el resultado de una objetividad que es fingida porque estamos implicados aunque más no sea por los efectos de la transferencia.
Estamos dentro del cuadro clínico y no sabríamos descontar nuestra presencia ni prescindir de sus efectos. Tratamos, sin duda, de comprimir esa presencia, de esmerilar sus particularidades, de alcanzar el universal de lo que llamamos el deseo del analista. Y el control, la práctica de lo que se llama la supervisión, sirve para eso: para lavar las escorias remanentes que interfieren en la cura. Pero, desde el momento en que conseguimos borrar lo que nos singulariza como sujeto, entonces es el analizante el que sueña, el que nos sueña a nosotros, su interlocutor, con los rodeos de su fantasma y con la identidad que atribuye a ese interlocutor, que no sabrían no figurar en el cuadro.
En una palabra, eso os obliga a pintaros a vosotros mismos en el cuadro clínico. Es como Velázquez, cuando se representa a sí mismo, con el pincel en la mano, junto a los demás seres con los que puebla la tela de Las Meninas, y que es algo que produce desorientación. Porque está claro que él no se puede situar a menos que sea vea plasmado como dividido. Saben que es un cuadro que llamó la atención de Lacan siguiendo la estela de Michel Foucault. Diría que, en psicoanálisis, todo caso clínico debería tener la estructura de Las Meninas. Y continuaré el apólogo hasta llegar a señalar que lo que nos ofrece el cuadro de Velázquez, el que podemos ver en Madrid pero también en una reproducción, es lo que ve el amo, a saber, la pareja real, pero precisamente un amo que no está representado, que está como esfumado, como desvanecido, como degradado en el reflejo que se perfila al fondo del cuadro; de ese amo no queda sino su lugar, ese lugar mismo al que todo el que llega, cada espectador, viene a inscribirse.
Y bien, diría que pasa igual que en la experiencia analítica, el lugar del amo subsiste ciertamente, pero el amo no está ahí para ocuparlo.
¿Qué queda de la salud mental cuando el amo ya no está?
La inexistencia de salud mental en el hombre no ha cesado de ser deplorada por la filosofía. Lo han dibujado como siervo de sus ilusiones, de sus pasiones, de sus apetitos. Lo han pintado fundamentalmente desequilibrado para afanarse por restituirle el orden y la medida. Antiguamente, a la salud mental se le llamaba sabiduría o virtud. Para establecerla, se la ponía en relación con el amor por el otro, con el amor por el Otro divino. Lo que no era una mala idea porque podríamos decir que la salud mental es una idea teológica que supone la buena voluntad de la naturaleza, una benevolencia que se abría hacia el bienestar y la salud de todo aquello que existe. Sin embargo, basta con recorrer la inmensa literatura a la que acabo de aludir de manera rápida, para caer en la cuenta de que esa salud mental supone siempre algo que viene a dominar una parte del alma, su parte racional o divina. La salud mental tiene que ver, desde siempre, con el discurso del amo y es, desde siempre, un asunto de gobierno. Y es su destino inmemorial el que viene a consumarse hoy día mediante su directa toma en consideración por parte de todos los aparatos de dominio político. El dominio de la parte racional del alma toma hoy día la forma del discurso de la ciencia y es a través de la ciencia como el amo promueve la salud mental y se preocupa de protegerla, de restablecerla, de difundirla entre lo que se llaman las poblaciones, un término que David Tarizzo hacía resonar de manera potente hace un momento en esta sala.
Se piensa que la ciencia concuerda con lo real y que el sujeto también es apto para concordarse con su cuerpo y con su mundo como haría con lo real. El ideal de la salud mental traduce el inmenso esfuerzo que hoy día se hace para llevar a cabo lo que llamaré una "rectificación subjetiva de masas" destinada a armonizar al hombre con el mundo contemporáneo, dedicada en suma a combatir y a reducir lo que Freud nombró, de manera inolvidable, como el malestar en la cultura. Desde Freud, ese malestar ha crecido en tales proporciones que el amo ha tenido que movilizar todos sus recursos para clasificar a los sujetos según el orden y los desórdenes de esta civilización. Ahora es como si la enfermedad mental estuviera por todos lados; en todos los casos, lo psy se ha convertido ya en un factor de la política. A lo largo de los últimos años, en los países que interesan a este Congreso, el discurso del amo ha penetrado de manera profunda en la dimensión psy, en el campo llamado de lo mental. El acceso a los psicotropos está ya ampliamente conseguido y la psicoterapia se expande en sus modos autoritarios. Se trata siempre de un aprendizaje del control.
Este dominio, que ayer escapaba en gran parte a los gobiernos, es objeto ahora de regulaciones con exigencias cada vez más grandes. Eso va paralelo al reconocimiento público del psicoanálisis pero con la intención, aunque sea desconocida para sus promotores, de desvirtuarlo.
Sin embargo, por pequeña que sea su voz en el estruendo contemporáneo, el discurso analítico hace objeción y no carece de potencia. La potencia del discurso analítico viene, de entrada, de que es desmasificante; y a medida que la masificación se extiende y crece, crece también la aspiración a esa desmasificación. La exigencia de singularidad de la que el discurso analítico hace un derecho está de entrada porque procede uno por uno. Diría que eso lo hace acorde con el individualismo democrático que difunde la civilización contemporánea. Se hablaba antiguamente de "indicaciones para el psicoanálisis" cuando se pensaba que se podían seleccionar a los sujetos en función de su aptitud clínica para el discurso analítico. Ese tiempo ya pasó. Hoy día, ser escuchado por un psicoanalista equivale a un derecho del hombre. Le toca al psicoanalista arreglárselas con eso y modelar su práctica con respecto a lo que se le requiere. El psicoanálisis acompaña al sujeto en lo que éste plantea como protestas contra el malestar en la civilización. Para la ocasión, se hace acompañar de lo que de mejor tienen el humanismo o la religión. Cualquiera sabe hoy día que encontrará en el psicoanálisis una ruptura con las órdenes conformistas que le apremian por doquier. Cualquiera sabe que si acude al discurso analítico, este discurso se pondrá en marcha para él solo: para él, el Uno solo, como decía Lacan, separado de su trabajo, de su familia, de sus amigos y de sus amores. Lo que el sujeto encuentra en el psicoanálisis es su soledad y su exilio. Sí, su estatuto de exiliado al respecto del discurso del Otro. No es el Otro con una A mayúscula el que está en el centro del discurso analítico, es el Uno solo.
Lacan, sin duda, comenzó a ordenar la experiencia analítica por el campo del Otro, pero fue para demostrar que, en definitiva, ese Otro no existe, no más que la salud mental. Lo que existe es el Uno solo. Un psicoanálisis comienza por ahí, por el Uno solo, cuando uno no tiene más remedio que confesarse exiliado, desplazado, indispuesto, en desequilibrio en el seno del discurso del Otro. En un análisis, se busca un otro del Otro que, esta vez, uno tenga el placer de inventar a su medida, otro supuesto saber lo que atormenta al Uno solo. Por eso, nosotros sabemos que este Otro está destinado a disiparse, a desvanecerse hasta que sólo quede el Uno solo; instruido ya sobre lo que le atormenta, esclarecido como decimos, sobre el sentido de sus síntomas.
¿Diría pues que, al término de la experiencia analítica, ya no soy incauto al respecto de mi inconsciente y de sus artificios? Y eso porque ¿el síntoma, una vez descargado de su sentido no por eso deja de existir aunque bajo una forma que ya no tiene más sentido? Daré un paso más en la ironía en la que me he comprometido si digo que esa es la única salud mental que soy capaz de conseguir. Supone, precisamente, que advenga al campo en el que lo mental se haya desvanecido para dejar desnudo lo real. Para alcanzar ese campo, ese campo último, hay que haber franqueado lo imaginario, lo mental de lo imaginario. Lo mental de lo imaginario está siempre condicionado por la percepción de la forma del semejante. Es esa la unidad fundamental. Evito el chiste "funda-mental" porque no se traduce a todas las lenguas. Esta es la unidad fundamental que Lacan ilustra con el estadio del espejo.
Para Aristóteles, el alma es la unidad supuesta de las funciones del cuerpo y ésta es la que nosotros traducimos en la experiencia del espejo como un alma especular. Se encuentra siempre transitada por una tensión esencial en la que se intercambian sin cesar los lugares del amo y del esclavo. En el estadio del espejo arraigan a la vez la prevalencia del discurso del amo y su paranoia territorial, que hacen del yo una instancia grosera de delirio que no sabría reducir ninguna rectificación autoritaria. Pero, sin embargo, para alcanzar el campo que llamo "campo último", también hay que atravesar lo simbólico y lo mental de lo simbólico. Lo mental de lo simbólico es la refracción del significante en el alma especular. A esa refracción es a lo que se llama el significado. A ese significado esencialmente huidizo, nubloso, indeterminado, metonímico y susceptible sin duda de dar lugar a metáforas y efectos de significación, se le puede llamar el pensamiento.
Su pensamiento, el mío, tiene su rutina, gira en redondo, se le reprime, retorna. Se dice que es el inconsciente cuando se lo descifra y entonces se dice, en el desciframiento, que se alcanza una verdad. Pero, ¡atención, se trata siempre de sentido, es decir de mental, de ideas que os hacéis! Por eso Lacan ha unido con un lazo esencial la verdad con la mentira. El campo último al que me refiero está más allá de la mentira de lo mental. La parte más opaca de lo que Freud llamaba la libido se descubre precisamente ahí. Ese sentido de la libido es el deseo. El deseo está articulado a lo simbólico; se desprende de los significantes como siendo sus significados. Enloquece el alma especular, anima los síntomas. Sin embargo, un análisis introduce una deflación del deseo, que se desinfla y se estaciona como sucede con ese semblante que llamamos el falo y que sirve para pensar la relación entre los sexos. Pero, tanto el deseo como la relación sexual son verdades mentirosas, mentiras de lo mental. Debajo del deseo, una vez atravesada su pantalla fantasmática, hay lo que no miente sin que sea una verdad. Es lo que llamamos goce. El deseo es el sentido y el semblante de la libido, su mentira mental. El goce es lo que de la libido es real. Es el producto de un encuentro azaroso del cuerpo y del significante. Ese encuentro mortifica el cuerpo pero también recorta una parcela de carne cuya palpitación anima todo el universo mental. El universo mental no hace sino refractar indefinidamente la carne palpitante a partir de las más carnavalescas maneras y también la dilata hasta proporcionarle la forma articulada de esa ficción mayor que llamamos el campo del Otro.
Comprobamos que ese encuentro marca el cuerpo con una traza inolvidable. Es lo que llamamos acontecimiento de cuerpo. Este acontecimiento es un acontecimiento de goce que no vuelve nunca a cero. Para hacer con ese goce hace falta tiempo, tiempo de análisis. Y sobre todo, para hacerse con ese goce, sin la muleta, la pantalla y los artificios del inconsciente simbólico y sus interpretaciones. Por eso hablamos de que se trata del inconsciente real, el que no se descifra. El que, por el contrario, motiva el cifrado simbólico del inconsciente. Ese cuerpo no habla sino que goza en silencio, ese silencio que Freud atribuía a las pulsiones; pero sin embargo es con ese cuerpo con el que se habla, a partir de ese goce fijado de una vez por todas. El hombre habla con su cuerpo. Lacan lo dice, el ser hablante por naturaleza. Pues bien, ese cuerpo que no habla pero que sirve para hablar, ese cuerpo como medio de la palabra, es justamente el que se empareja, en rigor, con la salud mental que no existe. Si la salud mental no existe es porque el cuerpo gozante, la carne, excluye lo mental al mismo tiempo que lo condiciona, lo enloquece y lo extravía. Si el hombre ha inventado la relación sexual es para velar el horror de esa carne recorrida por un estremecimiento que no cesa y que es lo que es, como decía Angelus Silesius: sin por qué.
A ese "hablar con su cuerpo" lo traiciona cada síntoma y cada acontecimiento de cuerpo. Ese hablar con su cuerpo está en el horizonte de toda interpretación y de toda resolución de los problemas del deseo. Lo sabemos, los problemas del deseo pueden ser puestos en forma de ecuación; lo sabemos desde Lacan, que se esforzó por hacerlo. Y esta ecuación tiene, sin dudas, soluciones, que son lo que Lacan llamó el pase.
Sin embargo, el goce a nivel del inconsciente real no sabría ser ubicado en una ecuación y permanece insoluble. Freud lo supo antes de que Lacan lo anunciara. Hay siempre un resto con los síntomas. Por eso no hay un final absoluto para un análisis, que dura tanto como lo insoluble siga siendo insoportable. Se acaba cuando el hombre encuentra ahí una satisfacción sin más.
Hasta aquí pues lo que he podido extraer, torturándome los sesos, de una reflexión sobre la inexistencia de la salud mental; hablando con propiedad, lo que se empareja con el significante es "hablar con el cuerpo". Es posible que este asunto sea muy difícil para PIPOL VI, ustedes dirán. Pero si es así, no teman, encontraremos otra cosa. Espero, pues, sugerencias.