Yo no quiero volverme tan loco
Discípulo y paciente de Lacan, devoto de Freud y de la ciencia ficción, educado durante el París en ebullición de fines de los ’60, Eric Laurent es un psicoanalista –como muchos, pero nunca los suficientes– en pie de guerra con los sistemas de clasificación de patologías contemporáneos. Atención dispersa, depresión, bipolaridad, bullying, angustia, Ritalín: sin ir más lejos, la inminente quinta edición del DSM (Manual de Diagnóstico y Estadística de los Desórdenes Mentales) de la Asociación Norteamericana de Psiquiatría dictaminará que todos padecemos algún trastorno mental. Sin embargo, para Laurent, este movimiento que aspira a medicalizar a todo el mundo está en crisis. ¿Qué tienen que ver Obama, las mujeres y las prepagas con ello? De paso por Buenos Aires, él mismo lo explica.
Por Pablo Chacon
Se dice que
habitamos una época donde todo se evalúa, se mide, se clasifica, se categoriza.
Es decir, lo contrario a lo que pretende el psicoanálisis. ¿Esto es así?
–Efectivamente. La
pregunta por la singularidad es el horizonte del psicoanálisis, incluso en el
mundo contemporáneo, donde el sujeto está sometido a sistemas de clasificación,
vigilancia y evaluación permanentes. Esos sistemas, en el campo de la “salud
mental”, llamémoslo así, no pueden evitar los puntos de fuga y el malestar, no
pueden abolir el inconsciente. Por esa razón, entre otras, existimos los
psicoanalistas.
¿Cómo están
organizados esos sistemas y por qué la diferencia (con el psicoanálisis, con la
práctica artística) se ha vuelto tan notoria?
–Bueno, es un
lugar común hablar hoy del fin de la intimidad, de la privacidad, etcétera. Eso
sucede porque acompaña un movimiento de época hacia las clasificaciones y la
vigilancia. El campo donde opera el analista está organizado ahora por sistemas
de clasificación múltiples siendo el más importante el DSM (Manual de Diagnóstico
y Estadística de los Desórdenes Mentales) que elabora la Asociación Americana
de Psiquiatría y que en mayo de 2013 conocerá su quinta versión (aunque en
rigor, ya se aplica). La ambición del nuevo DSM es diseñar una clasificación
que pueda aplicarse y cambiar a gran velocidad; que permita establecer y
deshacer categorías que tienen diez o doce años y pasar a otras. Es un sistema
que fue adaptado a la época. Por un lado, una clasificación amplia, global,
veloz y variable que se adapta a la sintomatología que está de “moda” en el
malestar. Es un ideal de medicalización general de la existencia. Los ataques
al psicoanálisis (que vienen desde tiempos de Freud) ahora son más agresivos y
están financiados por cierta prensa y por los laboratorios farmacéuticos, a
punto tal que existen grupos de presión para prohibir la práctica analítica
especialmente en los casos de autismo y depresión. El presidente de mi país,
François Hollande, está a punto de emitir la prohibición del tratamiento
psicoanalítico para los autistas, guiado por un informe que no tiene validez
científica alguna. Y acá mismo, en la provincia de Santa Fe, logró revertirse
esa prohibición, que dejaba las manos libres al cognitivismo y a los
psiquiatras de laboratorio, gracias a la intervención de algunos psicoanalistas
que contaron con el apoyo de Judith Miller y de Jacques-Alain Miller. Pero no
diría que es una pelea despareja –en cierto sentido lo es– porque prefiero
pensar que son las nuevas condiciones, los nuevos desafíos, y que es necesario
estar a la altura de esos desafíos, es decir, darse una política.
¿Cómo sería esa
política?
–Dar una respuesta
al avance de la ideología cognitivo-comportamental, a la concepción
biologizante propuesta por el DSM. Sus estrategias de evaluación, que hoy
dominan el campo, excluyen la eficacia del psicoanálisis.
Dicho así, parece
una tarea titánica.
–Parece. Porque
también hay que saber que esos sistemas conocen una crisis importante. Es
cierto que el DSM está divulgado en las zonas más extensas del mundo, pero al
mismo tiempo, su ampliación lo ha puesto en crisis.
¿Cuál es la
situación?
–En el último
congreso de la American Psychiatric Association (APA), en junio pasado, se
hicieron evidentes las tensiones entre los grupos que dominan la psiquiatría
norteamericana. Por ejemplo: sucedió por primera vez que se difundieran cartas
de protesta escritas por los responsables de las ediciones previas del DSM, de
la cuarta y de la tercera versión. Hay dos psiquiatras, de los cuales Allen
Frances es el más sólido, que escribieron cada uno una carta, y otra en
conjunto, dirigida a la cúpula de APA, denunciando al equipo que está
redactando la quinta edición del DSM. Los describen como una banda de
irresponsables que no tienen idea de lo que están produciendo y que no han
hecho testeos serios y todavía más, que esa metodología es susceptible de
producir una serie de catástrofes sanitarias y de las otras (el asesinato de 28
personas por una persona medicada y tratada por conductistas es el ejemplo más
reciente). Para Frances, “hay muchas sugerencias de que el DSM V podría
dramáticamente incrementar las tasas de trastornos mentales. El DSM V podría
crear decenas de millones de nuevos pacientes mal identificados, exacerbando
así los problemas causados por un ya demasiado inclusivo DSM IV. El V promueve
la inclusión de muchas variantes normales bajo la rúbrica de enfermedad mental,
con lo cual el concepto central de trastorno mental resulta enormemente
indeterminado”. Es notable, existe una reacción contra la medicalización excesiva
y los casos testigo son el déficit de atención generalizada y los supuestos
casos de autismo y depresión en niños. Y es llamativo, claro, que aquellos que
redactaron el DSM III se hayan puesto en contra de quienes están redactando la
nueva edición. Pero lo que no ven es que las críticas que hacen ahora también
se podrían haber hecho contra las ediciones que ellos establecieron.
¿Entonces?
–Entonces, según
el DSM V, todos padecemos algún trastorno mental. Y todos necesitamos
tratamiento medicamentoso. Y esto no es sólo una cuestión de intereses
económicos sino de una concepción del hombre como una máquina a la cual se le
cambia un chip y vuelve a la normalidad. Frances y su colega el peligro que
denuncian es la posibilidad de hacer existir una categoría que pueda incluir a
alguien sin que exista un fenómeno clínico bien establecido. Un nivel
preclínico, de intensidad baja.
¿Un ejemplo?
–En el campo de
las depresiones. Si alguien tiene un rasgo de tristeza, en el DSM está incluido
como depresivo. Eso implica que los protocolos ad hoc indican la prescripción
de antidepresivos durante largos períodos. El DSM V es la medicalización de la
vida en el mayor rango de amplitud conocido hasta el momento. Los que están
redactando el documento piensan que están dando un paso más hacia la salud
mental y defienden su posición, pero las tensiones son muy fuertes, sobre todo
ahora, con la instalación, en los Estados Unidos, del sistema de salud
propuesto por el presidente Obama y el senador John Kerry, porque quienes auditan
los gastos se niegan a pagar más dinero a los laboratorios farmacéuticos.
Estamos hablando de sumas desconocidas con las indicaciones de prescripción.
Como puede verse, la disputa no es sólo en el interior de la psiquiatría sino
también entre la psiquiatría y las instancias de control estatales, las
burocracias sanitarias. La tensión es tan grande que Frances propone sacar al
DSM de la APA. Este hombre considera que dada la situación, la que tendría que
hacerse cargo de la cuestión podría ser la Organización Mundial de la Salud
(OMS).
Es una tensión en
varios niveles...
–Por un lado,
están los trastornos de atención, las drogas, la bipolaridad, las masacres en
centros de estudio o shoppings, la sociedad del doping, del bullying, todo eso
representa un enorme mercado, el “mercado de la salud”. El Ritalín, psicólogos,
psicopedagogos, antidepresivos, ansiolíticos... Esto se encuentra a un tiempo
en auge y en crisis. ¿Por qué? Porque es contradictorio con el otro movimiento
mundial, que implica, en pocas palabras, atender a la singularidad del uno por
uno. Por eso la reforma Obama-Kerry es de estricta justicia y enfrentó a tipos
tan retrógrados como los mormones o el Tea Party.
Y por eso este eje
farmacológico del DSM se enfrenta al psicoanálisis: para plantearse la
posibilidad de un análisis es imprescindible, en principio, estar módicamente
“sano”.
–Por supuesto. En
Europa y los Estados Unidos existe una cantidad de pacientes que han denunciado
a los laboratorios por esconder los resultados negativos de los estudios de
confirmación de patologías a las instancias de control estatal. El otro
problema que agudizó la reforma Obama-Kerry es que las aseguradoras médicas están
obligadas a pagar más por los tratamientos. La extensión de la prescripción de
medicamentos en patologías cada vez más diversas y el aumento de los gastos
para las prepagas por primera vez pusieron en jaque a la industria
farmacéutica.
¿A qué se refiere
cuando habla de un movimiento que pide atender la singularidad del uno por uno?
–Digámoslo así.
Existe eso que Miller llamó la feminización del mundo. Es el hecho de que las
mujeres tienen cada vez más poder, más maneras de hacerse escuchar, formas de
ubicarse más allá del machismo, del sistema patriarcal. En las elecciones
norteamericanas, las comunidades que decidieron la reelección de Obama fueron
las mujeres y los latinos, y especialmente las mujeres no casadas. El 65 por
ciento votó por Obama, y también el 70 por ciento de los latinos. Es un poder
nuevo. Ya no son los hombres los que dicen a las mujeres lo que hay que votar.
Es más bien al revés. Son las mujeres quienes han dicho a los hombres que no
había que votar a gente que quería desmantelar las conquistas sociales de los
’60.
Eso es un poco
impresionista...
–Bueno... este
movimiento de hacerse escuchar por parte de las mujeres tiene entre sus
consecuencias una llamada a la diferenciación. Como dice Lacan, las mujeres no
son locas del todo. Carecen de afán clasificatorio. No se ubican, respecto de
lo común, de la misma manera que los hombres. Y esto implica una llamada a
vivir su vida de manera singular, particular. No es un nuevo individualismo de
masa sino una particularización. Es la idea de ser tratadas en su
particularidad. Es una exigencia menos individualista que particular. Y esta
insistencia femenina tiene efectos en la elaboración de políticas más allá de
lo que fue el feminismo. Eso se mantiene. Pero existe una suerte de
posfeminismo que insiste sobre la particularidad de la relación con el otro que
hay que mantener a todos los niveles del lazo social.
¿Cuál es la tarea
de un psicoanalista en esta doble pinza?
–Creo que es tener
en cuenta este doble movimiento para permitir que uno pueda inventarse una
solución posible para vivir la pulsión. Es una época donde hay ofertas
contradictorias presentes en el malestar común. Japón quizá sea un ejemplo. En
el movimiento hacia la clasificación, ese país no tenía la categoría de
depresión en su cultura. Los japoneses se mataban, pero no eran depresivos. No
existía en su cultura la idea de que uno se mata porque es depresivo. La
presión contemporánea obligó a los laboratorios a inventar el llamado “catarro
del alma”, y el remedio para ese catarro del alma. Así, esa categoría terminó
siendo aceptada. Eso abrió un mercado nuevo para la difusión de los
antidepresivos. Pero también se ven los esfuerzos de diferenciación que
introduce la cultura del manga, cierta literatura y el vestuario increíble de
las jóvenes japonesas, que antes, cuando entraban en el subte, se veían, todas,
unas iguales a las otras.
¿Y qué papel hay
para la biopolítica en este escenario?
–Michel Foucault
empezó a utilizar el concepto de biopolítica. Si antes el Estado provocaba
guerras, en el Estado de Bienestar no hay guerras, o hay ejércitos
profesionales. Los ciudadanos no tienen por qué morir. El Estado se ocupa de
ellos. Define, cada vez más, cómo viven, si toman tóxicos, si fuman, si beben,
qué comen, si son obesos, diabéticos, etcétera. Es decir, el Estado se centra
en los detalles de la vida de una manera inédita. La manera es controlar la
disciplina del cuerpo. La medicina define el curso de las cosas de acuerdo con
el trastorno que padece el sujeto según el diseño de las clasificaciones
imperantes. Pero eso era antes. Ahora podría decirse que la biopolítica es la
política.