domingo, 16 de febrero de 2014

A propósito del pase

Guillermo Bustamante Z.
NEL-Bogotá

Los testimonios del pase se han convertido en un lugar especial. Las ciencias llamadas “duras” —“testaduras”, debería ser— tienen sus laboratorios; y las ciencias conjeturales tienen sus triangulaciones. El psicoanálisis —ya lo subrayó Freud y está en nuestros principios— no admite un tercero, un observador externo que verifique si el asunto funciona o no. La experiencia clínica del psicoanálisis tampoco tiene la posibilidad de repetirse, como sí es el caso del experimento. La relación entre el experimento y la teoría es más compleja de lo que tiende a creerse: no es que “muestre” o evidencie que lo teorizado es correcto o no. En primera instancia, el experimento o se diferencia de la mera experiencia en la medida en que es un arreglo artificial de las cosas, y esa artificialidad está dada por la teoría que lo diseña. Y, en segunda instancia, el experimento no habla, sino que hay que enunciar lo que pasó y esto se hace, obviamente con arreglo a la teoría que busca algo allí. Con todo, los experimentos no han sido tan repetibles como se cree. Hoy se le exige al psicoanálisis la prueba, pero la ciencia se tardó al menos un siglo en replicar sus pruebas. Y es que una cosa es el campo donde se produce el mathema, y otra el campo donde se produce el protocolo a seguir para producir algo del orden de un acontecimiento controlado o de un objeto. Este segundo campo, que en el psicoanálisis confundimos a veces con el primero, tiene desarrollos desiguales en relación con la ciencia. Las embarcaciones de los mirmidones, camino a Troya, son descritas como idénticas: han sido producidas con arreglo a un protocolo, mucho antes de que Arquímedes hubiera formalizado el fenómeno de la flotación.
Con todo, la experiencia analítica no puede repetirse. El mismo relato —suponiendo que eso fuera posible— dicho a otro analista, puede obtener una intervención distinta. Hasta un filósofo juicioso —Paul Ricoer— lo nota: la situación de la clínica psicoanalítica no es experimental, sino transferencial. No hay protocolo para lo singular. El protocolo supone la constancia del material y la universal comunicabilidad de los pasos a seguir. Miller (La experiencia de lo real…) introduce —según me parece— la idea de protocolo en psicoanálisis para situar el asunto de la posición del analista: se trata de alguien capaz de hacer la labor, porque está en cierta posición. Y esa posición, puesta en la labor, implica unos principios. Ahora bien, creo que no va más allá la idea de Miller. El material no es siempre el mismo, pues si bien hay imaginario, simbólico y real, los anudamientos son siempre contingentes. Y el que aplica también está marcado por la singularidad, pues no está configurado por la adquisición de una competencia universal, la que acredita, por ejemplo, una universidad, sino que, si bien está en una postura (deseo del analista) la ejerce desde la singularidad de su atravesamiento de una experiencia que no consiste en ponerse en relación con un saber estandarizado, sino en transformar su propia economía libidinal. Y esto sólo se da caso por caso.
El pase, entonces, se encuentra en ese umbral: es el testimonio que sólo puede dar quien lo atravesó, nadie lo puede hacer en su lugar, es algo absolutamente singular. Es el fin del que se puede dar lógicamente razón, pero también es el fin en el sentido del propósito. Es la resolución, en el sentido de lo que se ha resuelto —hasta cierto punto—, pero también en el sentido de lo que el sujeto resuelve hacer con su vida. Tenemos una ventana a una experiencia que no admite terceros. Recordemos las reservas que expone Freud a propósito de la publicación de sus casos, pues efectivamente eso introduce a un tercero en medio de algo que se ha dicho justamente porque no hay otros más que aquellos dos entre quienes se establece la transferencia. Pero Freud siempre aclara que no se trata de poner a cielo abierto lo que no ha sido construido en esa condición, sino del saldo de saber que se puede obtener a partir de un esfuerzo por estar a la altura de lo que se ha causado con la oferta del dispositivo analítico. Y es de destacar que también manifiesta reservas en relación con el alcance teórico de estas exploraciones a causa de la imposibilidad de tener un final de análisis hasta sus máximas consecuencias, y de tener analizante capaces de teorizar los recorridos correspondientes.
Ahora bien, si se trata de una experiencia singular, ¿cómo es posible que las otras personas puedan saber algo acerca de eso? Miller dice que si habláramos de lo singular, sólo podríamos proferir tautologías del tipo “Sócrates es Sócrates”. De manera que algo de lo particular cobra vida, para poder ser nombrado con categorías —éstas sí universales— y así poder hacer funcionar el pase como una puesta a prueba del psicoanálisis. Dado este paso de lo singular a lo particular, algo se pierde y algo se gana. Lo que se pierde, lo inefable, ya estaba perdido de entrada. Lo que se gana, la enseñanza para la escuela, sin embargo, corre el riesgo de la tautología, en el otro sentido que evocábamos de la ciencia: sus experimentos, diseñados por ella misma, leídos por ella misma, suelen confirmar el saber existente.

Lacan lo sospechaba, y por eso habló de la enseñanza que transmite el Analista de la Escuela (AE), o sea que —en teoría— se trata de un dispositivo que puede producir saber:



Ahora bien, si se trata de un saber, ¿quién lo legitima?, ¿cómo sabemos que, efectivamente se trata de un saber nuevo? A esta pregunta responde Lacan con la estructura que le asignó al dispositivo del pase: se trata de que un mecanismo —no uno sabios no unas buenas voluntades—, en manos de analizantes (lo que ancla el procedimiento al asunto mismo del análisis y sus efectos) y, en segundo lugar, en manos de otros que, recibiendo sólo lo que pasa —aletheia—, lo procesan desde un saber. Esto es paradójico porque, entonces, a lo sumo se produciría una legitimación del saber existente (¿y no es eso, en alguna medida, lo que ocurre?). El asunto crucial es si el efecto de lo que logra pasar no sólo alcanza el umbral del saber existente (S1), sino si es capaz de trasponerlo, de alcanzar un plus. Sería la única razón de que un AE enseñara; de lo contrario, lo que estaría haciendo es ejemplificar la teoría con su propio caso… Lo cual no estaría mal: bastante tendríamos con que nuestros ejemplos ya no sean solamente aquellos casos paradigmáticos (obsérvese que la expresión da cuenta de que han dejado de ser casos y se han convertido en tipos), que se cuentan con los dedos de una mano en el caso de Freud, formalizados por los analistas correspondientes, sino que también sean los casos que no han tenido la ocasión de volverse tipos, que están frescos, y formalizados no por los analistas correspondientes, sino por los analizantes mismos, convertidos retroactivamente en analistas gracias a dicha formalización.
Entonces, de los testimonios del pase que figuran en la revista Bitácora Lacaniana #2, me detuve en el primero, el de Leonardo Gorostiza. Pero no haré un comentario, pues ya hay en la publicación tres (de María Cristina Giraldo, Clara María Holguín y Héctor Gallo) que ustedes pueden consultar. Más bien diré en voz alta mis dudas en relación con lo esbozado atrás y con ello, de pronto, animar a los que todavía no ha leído la revista.
Responde Gorostiza a un llamado bajo la cláusula de “Usos del síntoma al final del análisis”. Y, en el marco de dicho título, escoge la siguiente pregunta: “El pasaje del síntoma al sinthome, ¿es un movimiento o rectilíneo o discontinuo? El síntoma del final, ¿es el mismo del comienzo, transformado, reducido, hubo hay una sorpresa, una discontinuidad?”. A ello, agrega Gorostiza la siguiente pregunta: “La satisfacción en el final de análisis, ¿es la misma que la del comienzo? Además de la nueva alianza con el goce, ¿hay una nueva satisfacción?”.
Entonces, en el sentido con el que empecé, me pregunto si en los términos de esas frases está el S1 del saber disponible en la doctrina psicoanalítica. Creo que Gorostiza intenta poner algo nuevo y por eso agrega una pregunta de su propia cosecha, y por eso va a introducir los asuntos del tiempo y del espacio. Ahora bien, en dirección a la novedad, ¿cómo enunciar el S1? ¿Puede haber un estilo en tal enunciación que anuncie ya la novedad? En tal caso, no sólo tendríamos una buena reproducción del S1 (que buena falta nos hace: no en vano, Miller se ha considerado durante más de 25 años apenas un elucidador de Lacan y sólo recientemente anuncia que va a empezar a hablar él), sino que tendríamos S2, producido también a partir de la manipulación del S1. Así, de entrada, este nuevo saber tendría que responder por su legitimidad.
El pase subsume —en teoría, insisto— el S1, a condición de servirse de él, no a condición de simplificarlo (o desfigurarlo, o recontextualizarlo) para que, por contraste, se está que la producción de un S2. Por ejemplo, según el título propuesto o durante el congreso de la NLS, hay síntoma al comienzo y al final de un análisis. Incluso podría pensarse que hay usos al comienzo y usos al final, y que nos ocuparemos sólo de los últimos. Pero la pregunta que escoge Gorostiza dibuja otro panorama: ahora hay un paso del síntoma al sinthome, de manera que no podría haber uso del síntoma al final, pues lo que habría en ese momento es sinthome, no síntoma… Y, hasta ahora, no se ha predicado del sinthome que con él se haga un uso. Pero la pregunta continúa dando un aparente paso atrás: vuelve a hablar del síntoma al final. Entonces, ¿al fin qué?: ¿Hay síntoma todo el tiempo? En caso afirmativo, esto implica tener que predicar acerca de las transformaciones de ese síntoma; por ejemplo, que el análisis va deshaciendo su envoltura formal, hasta quedar un hueso irreductible. Y, por lo tanto, podríamos hablar —como quiere Gorostiza— de la satisfacción que tiene lugar con un síntoma-florido y la que tiene lugar con un síntoma-hueso.
Pero si hablamos del paso hacia el final como el paso del síntoma al sinthome, se trata de otra cosa. Y si no, como a veces parece, cuando se hacen sinónimos síntoma y sinthome, entonces tendríamos redundancia conceptual. Y, si no hay redundancia, si hay una diferencia, entonces la pregunta es tautológica, pues forzosamente el paso del síntoma al sinthome tendría que ser discontinuo, por definición; y verán que así responde Gorostiza.
Cuando se pregunta: “El síntoma del final, ¿es el mismo del comienzo, transformado, reducido, o hay que suponer una discontinuidad?”, no hay en realidad disyunción, la que anuncia la ‘o’, pues podemos preguntar sobre continuidad y discontinuidad a propósito de la transformación del síntoma. Lo que ocupa a Gorostiza es la satisfacción y, para ello, usa la diferencia milleriana entre el pase ligado al atravesamiento del fantasma (asunto de “más allá”) y el pase ligado a la satisfacción (ligado a la identificación al síntoma), mutación de goce… O sea, ¿ya no hablamos de que el goce muta cuando se atraviesa el fantasma? Ahora se trata de disminuir displacer y aumentar placer (¡los mismos términos con los que Freud define el principio de placer!). Ahora bien, estas dos modalidades —placer - displacer—, ¿no son ambas satisfacción de la pulsión? Entonces, cualquier proporción en la que estas dos modalidades se presenten, representan una satisfacción. Así las cosas, la idea de una “nueva satisfacción” suena como un replanteamiento o implícito o de la doctrina sobre la pulsión. ¿Es así? ¿O nos estamos refiriendo a un nuevo régimen, a una nueva composición entre placer y displacer para el sujeto, pero no para la pulsión? Esta modestia, una reconfiguración del funcionamiento del goce, es de lo que da testimonio Gorostiza.
Los efectos terapéuticos, ¿no traen satisfacción?, ¿disminución del displacer?