Graciela Brodsky
(Presentado el 2 de diciembre en
Buenos Aires con referencia al libro Extimidad de Jacques-Alain Miller)
Puesto que me toca hablar en primer
lugar, diré algunas generalidades.
Se suele escuchar que para leer a
Lacan hay que leer a Miller, porque de otra manera se entiende poco. Más allá
de lo que pueda tener de cierta o falsa esta afirmación -que elogia la
elucidación por parte de Miller de la enseñanza de Lacan- quisiera traer a
colación para este coloquio la perspectiva contraria: es muy difícil leer a
Miller sin leer a Lacan. Esto, que tal vez pasa desapercibido cuando se leen
sus intervenciones y sus conferencias, se hace muy patente cuando se leen sus
cursos. Recién ahí, y quienes vivimos en América solo podemos conocer el
desarrollo de sus cursos leyéndolos (probablemente es lo que explica la
política diferente de publicación de su curso aquí y allá), recién ahí se
perciben las lecturas que acompañan su elucidación, los problemas que la obra
monumental del Lacan deja sin resolver, las respuestas que Miller procura darle
a esos cabos sueltos que fue dejando la enseñanza de Lacan a lo largo de su
desarrollo.
Cuando Miller viaja, lleva los
resultados a los que fue llegando en su curso, pero cuando los resultados se
repiten sin conocer el problema que está tratando, la enseñanza se esteriliza,
se dogmatiza.
Extimidad, su curso de los años 1985 y
1986, mal puede leerse si no se parte del hecho de que es un comentario de dos
seminarios de Lacan; el Seminario 7, que acababa de salir publicado en 1986
(hay que imaginar que Miller dicta Extimidad a medida que
establece La ética) y el Seminario 16, que en ese momento no estaba
establecido y que acompaña, como una referencia entre líneas, todo el
desarrollo de Extimidad. Esto pudo ser percibido con claridad cuando el
Seminario 16 salió a la luz, y por eso, cuando tomamos la decisión de
traducir Extimidad fue, precisamente, para acompañar la lectura del
seminario De un Otro al otro, que acababa de publicarse. Si se miran los
gráficos de este Seminario se verá rápidamente que los capítulos más complejos
del Seminario 16 son recorridos minuciosamente por el comentario de Miller.
Entonces, ¿cuál es el problema que el
neologismo “extimidad” acarrea y que Miller trata de resolver? Seguramente, el
de la heterogeneidad entre el goce y el significante, pero, más especialmente,
la intersección del goce y el significante, la paradoja que implica la
inclusión de lo real en lo simbólico, paradoja que obliga a considerar que el
sistema simbólico pueda albergar no solo una falta sino inconsistencias que son
colonizadas por el goce. Y más allá todavía, la cuestión de si además de
incluir el goce en lo más intimo de sí, el sistema simbólico no es en realidad
segundo respecto de ese goce al que intenta cubrir, envolver como la sustancia
que produce la ostra para recubrir el molesto grano de arena que la ocupa, sin
ser parte de ella.
El Seminario 16
y Extimidad están repletos de gráficos que intentan logificar,
formalizar ese objeto extraño, la vacuola de goce que habita en ese Otro que es
el sujeto para sí mismo desde el momento que habla, y que, eventualmente, puede
localizarse afuera como su partenaire. En la tapa del Seminario 16 intentamos
traer algo de esa ostra, de ese mejillón que carga con algo que no encaja, con
eso que si está afuera falta y que si esta adentro sobra, como en la paradoja
de Russell que Miller trabaja en Extimidad. La tapa
de Extimidad recoge el mismo tema, las dos veces gracias al Bosco.
El problema de la extimidad entre el
goce y el Otro es lo que Lacan trata en las dos oportunidades en las que
utiliza ese término inventado que es “extimidad”.
En ambas, se trata de la poesía y de
la mujer, cuya inexistencia el amor cortés redobla al presentar al objeto
femenino como inaccesible, separado por una barrera que lo aísla y lo
rodea despojando a la mujer de toda sustancia real.
En el Seminario 7, el amor es
presentado como lo que envuelve, rodea, confina una zona prohibida, y
finalmente consigue preservar la distancia entre un hombre y una mujer mediante
un envoltorio palabrero que mantiene el goce a raya para distraer la pulsión,
para obligarla a dar rodeos alrededor del objeto sin ponerle jamás la mano
encima, ya sea porque no es el bueno, porque es de otro, porque es imposible.
La función eminente del amor como
envoltorio del goce que haría falta… pero que no hay será explorada largamente
este fin de semana durante las XIX Jornadas anuales de la EOL “El amor y los
tiempos del goce”. ¿El acceso fácil al goce en los tiempos que corren hace
acaso más accesible a la mujer? Sospecho que no, pero no es seguro que sea el
discurso amoroso el que sirva hoy para tirer l’epingle du jeu, (zafar)
como dijo alguna vez Lacan hablando de los surrealistas.
El hiato de la identidad y los
envoltorios que lo recubren ocupa buena parte del capítulo 2 del curso de
Miller.
Al envoltorio amoroso del Seminario 7
y del 16 le suma otros: el envoltorio político, que disimula la servidumbre
voluntaria bajo el manto del Otro que me domina (la Boetie); el envoltorio
religioso, que hace de Dios lo que recubre ese punto de extimidad y permite
amarlo; el envoltorio psicológico, que ubica al yo malo en el lugar de lo
éxtimo y aspira a educarlo; y también el envoltorio psicoanalítico, que coloca
en el lugar de la extimidad al yo y sus representaciones, al superyó y sus
mandatos, al ello y sus pulsiones, al narcisismo y sus imágenes, al Otro y su
discurso , al objeto a y sus goces.
Pero la topología misma del término
extimidad permite que, sin solución de continuidad, se pueda pasar de los
diferentes rostros del Otro que cubren lo más íntimo del sujeto, al hiato que anida
en el Otro y que lo hace inconsistente: del sujeto tachado al significante de
la falta en el Otro.
A partir de allí el telón de fondo del
curso ya no será la presencia del Otro – o de lo Otro- en el sujeto sino la
paradoja de la inclusión del objeto en el Otro, lo que abre el paso a muchas
cosas que pueden retener nuestra atención en estos días. El
affaire Wikileaks, por ejemplo, pone bien al descubierto la inconsistencia
del Otro, en particular cuando se lee que Bradley Manning, de 22 años,
homosexual de infancia amarga (según el NYT), novio de un travesti, chico raro
que prefería hackear los juegos de las computadores en lugar de jugar
con ellos, aislado durante mucho tiempo, terminó convertido en un analista de
sistemas del ejército de los EEUU en Irán que entraba a la sala de informática
con un CD regrabable de música de Lady Gaga, y que, una vez adentro de ese gran
Otro, borraba la música y grababa un archivo comprimido con información
secreta. Parece que lo hizo durante 14 horas al día los 7 días de la semana por
un período de 8 meses, y robó 250.000 archivos secretos que entregó
a Wikileaks al tiempo que comentaba on line a su amigo Lamo
(quien finalmente lo denunció al Pentágono): “servidores débiles, débil ingreso
al sistema, seguridad física débil, contrainteligencia débil, desatento
análisis de señal: una tormenta perfecta”. No sé qué diría la nueva Ley de
Salud Mental sobre el buen soldado Bradley, pero para hablar de la
inconsistencia del Otro, no veo mejor ejemplo al día de hoy.
De todos modos, de lo que trata el
curso de Miller en lo que concierne al significante del Otro barrado, es de la
transferencia. “La definición operatoria de la transferencia a partir del
sujeto supuesto saber —que se volvió popular— tuvo como consecuencia --dice
Miller- velar, dificultar el acceso a la función del objeto en ella. Sin
embargo, fue la consideración de la transferencia lo que condujo a Lacan a
elaborar un estatuto del objeto inédito hasta entonces que hoy manipulamos con
familiaridad como el objeto a.”
Extimidad, el curso de Miller, es en
el fondo un curso sobre la transferencia, sobre su resorte, sobre los recursos
que inventa un sujeto para arreglárselas con ese objeto a que una vez
extraído de su cuerpo puebla su mundo, alimenta sus fantasmas, su síntomas, sus
sublimaciones, ese objeto que se mantiene a raya en la inhibición, que irrumpe
en la angustia, pero, mas radicalmente, que le permite olvidar que el Otro no
existe, ya que con el objeto lo alimenta, lo ama, sufre por él, se enlaza con
él. En síntesis, lo hace existir.
La inclusión del objeto en el campo
del Otro permite entender no solo el apego transferencial, del que hemos
hablado últimamente, sino el desapego del final del análisis, y el efecto de
júbilo, o de satisfacción, o de manía, o de alucinación, que conlleva el goce
cuando es recuperado por el sujeto. Y también da cuenta del duelo por ese Otro
que eventualmente puede ser el analista, pero que, más radicalmente, es el
inconsciente en su faz transferencial y que sin ese objeto que lo inflama, se
desvanece, como se desvanece la Georgiana del cuento de Nathaniel
Hawthorne[i] una vez
que se extirpa de su mejilla la mancha carmesí, la famosa mancha de nacimiento…
del Otro, que tenía asida el secreto de la vida.
[i] Nathaniel Hawthorne, “La mancha de nacimiento”,
en Cinco mujeres locas, Barcelona, Lumen, 2001.